El Reglamento nacional, ese que aun parece que rige el
devenir de la fiesta –creo y supongo-, es taxativo en lo referente a la garantía de la
integridad del ganado, que incluye, lógicamente el trapío de las reses que
hayan de lidiarse.
La propia Ley Taurina, de 1991, en su artículo 6,
referente a la Intervención administrativa previa a la lidia, dice en su punto 2.,
que “Una vez hayan llegado a la plaza donde han de ser lidiadas las reses,
éstas serán reconocidas por los Veterinarios, en presencia del titular de la
Presidencia de la corrida, de representantes del ganadero y del empresario de
la plaza, así como de los lidiadores, si lo desean. Los mencionados reconocimientos
versarán sobre la sanidad, edad, peso, estado de las defensas y utilidad para
la lidia de las reses, así como sobre el
trapío de las mismas, debiendo ser
rechazadas por la Presidencia aquéllas que no se ajusten a las condiciones
reglamentariamente establecidas. Asimismo, se establecerá el procedimiento
del sorteo y apartado de las reses declaradas aptas para la lidia”.
Es decir, es potestad presidencial rechazar las reses que no
cumplan con las exigencias de trapío –siempre en función del encaste y de la
categoría de la plaza de que se trate-, y en caso de no completarse el número
mínimo al que obliga el Reglamento –seis toros en una corrida habitual, con
tres matadores, más los dos sobreros obligatorios en plaza de primera-
suspender el festejo anunciado.
El Reglamento, desarrollando lo
que decía la Ley, en su artículo 57, también punto 2, dirá “Las reses rechazadas habrán de ser
sustituidas por el empresario, que presentará otras en su lugar para ser
reconocidas. El reconocimiento de estas últimas se practicará en todo caso
antes de la hora señalada para el apartado. De no completarse por el empresario
el número de reses a lidiar y los sobreros exigidos por este Reglamento, el
espectáculo será suspendido”. Más claro no puede estar.
Protesta en la Plaza de Méjico, ante una res impresentable (años 60). Colección personal |
Si, por las razones que
fueran, no se lograse completar el número de reses necesarias para el festejo
anunciado –incluido sobrero o sobreros- “el
espectáculo será suspendido” por quien tiene la potestad para ello: el
Presidente. A éste no ha de temblarle el pulso a la hora de proteger los
derechos del pagano espectador, al que se le ha ofrecido un cartel –a guisa de
contrato-, garantizado además por la Ley y el Reglamento, en el que se le
ofrece un espectáculo íntegro y con seis reses –o más o menos- acordes a las
garantías que quedan reflejadas en el presente texto. A la Presidencia, por
tanto, y no a nadie más –ni aun al Delegado o Subdelegado gubernativo o
autoridad de la Comunidad Autónoma correspondiente- compete la posible
suspensión del festejo si no se reuniese el ganado suficiente y necesario para
dar el espectáculo con las correspondientes garantías de integridad, sanidad o
trapío. En estos últimos años ha habido suspensiones en muchas plazas y no ha pasado nada; Jaén, Málaga, El Puerto y un no muy largo número de cosos suspendieron festejos porque no se logró reunir una corrida completa con la dignidad necesaria, y la población no ardió en revolución, no se quemaron conventos -tradición secular de cierta parte levantisca de la izquierda-, ni se mataron curas, no apedrearon el ayuntamiento, ni se levantaron barricadas en las principales vías públicas, ni tampoco se persiguió por las calles a la autoridad, a sus representantes o a los dignísimos miembros de la empresa.
Así
que, si no se completa el lote necesario de reses con la dignidad y trapío que
exige la categoría del coso, el Presidente debe suspender el festejo. Lo de
ayer de Las Ventas, después de reconocer hasta 24 animales –VEINTICUATRO reses-,
más de tres o cuatro camiones enteros cargaditos de supuestos toros, era de
suspensión. El trapío de cinco –o de cuatro, como gusten- de los lidiados, era
impresentable para Madrid. Al margen de las tres o cuatro “ratas con sombrero”
de Valdefresno, el becerrote agigantado de El Vellosino justificaba más que con
creces esa suspensión.
Nos
consta que hubo más que palabras en el reconocimiento, y que volvieron las expresiones de tono elevado, las malas caras y gestos y las subsiguientes y sutiles presiones.
¿Presiones de qué? Se suspende el festejo y aquí paz y después gloria. Y allá
carguen con su responsabilidad la empresa del Tripartito, la dignidad y el
honor de los ganaderos, y la complaciente Comunidad de Madrid. Al público, ese
que pasa por taquilla para mantenerlos a todos ellos, se le devuelve el dinero
y a la fiesta se la defiende de la mejor manera posible. Es mejor para ésta suspender
un festejo impresentable, que tener que tragar con el bochorno y la ignominia
de lo que ayer pisó el albero venteño.
Pero
no; al fin se lidió una corrida birriosa para deshonra del coso, de la fiesta y
para terminar de sacar los cuartos a los abonados que, por si un acaso,
decidieron conservar sus entradas en vez de proceder a su reglamentaria
devolución. ¡Qué afortunados y realistas fueron los que accedieron a las
taquillas antes del festejo!
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