El riesgo es fundamental en la fiesta de los toros. Una de
las cualidades que distingue al diestro, al torero, es el valor: valor
necesario para enfrentarse al riesgo, valor sereno, sin temeridad inconsciente,
valor asentado sobre el conocimiento de las reses, de los terrenos, de la
técnica de torear e insuflado de ese hálito divino que le hace sobreponerse a
la fiera. Esa especial cualidad, cantada entre otras muchas, le distingue del
público aficionado en muchos casos, quizá en la mayor parte de ellos; en otras
será su maestría, su técnica o conocimiento, su especial estética, su
mentalización.
Y es que el toro es, debe ser, una fiera,
cuyo impulso e instinto le hagan acometer al diestro, al caballo, al objeto que
le irrita y que se le antepone en el ruedo, en el coso o en la calle. En parte, a esa
importante característica la llamaremos casta. Sobre la casta se edifica la
fiesta, sin ella podremos contar con toros -porque su carga o potencial
genético así los definirá-, pero no serán toros de lidia, toros bravos, “toros de casta” en
definitiva.
Habremos de abundar en esa principalísima
cualidad del toro, que lo distingue y diferencia de otras razas bovinas, en
estos editoriales. Pero, por hoy, adentrémonos en lo que supone la existencia y
manifestación de esa casta, entre otras notables cualidades del toro de lidia:
el riesgo. Riesgo para el que ha de enfrentarse a esa casta, al toro en su
máxima plenitud: al toro con trapío, defensas íntegras, sin manipulaciones físicas ni
químicas que mermen sus fuerzas o acometividad, con su plenitud de desarrollo
anatómico y fisiológico, con su edad precisa. El toro, con todas ellas, es un
animal capaz de generar esa situación de riesgo, capaz de infringir una
cornada. La sombra de la muerte planea sobre el espectáculo, aunque sea
felizmente alejada por el diestro, mediante su técnica y conocimiento,
poniendo en juego sus recursos y habilidades, su serenidad de ánimo, su valor, capaz de sobreponerse a aquella sombra fatal.
Pero, y ya que juega con superiores y
poderosas armas, basadas en su inteligencia y conocimiento, no puede, ni podría nadie, menoscabar ese riesgo. Cualquier artimaña que ponga en juego,
cualquier manipulación fraudulenta sobre el toro, menoscabará ese riesgo
imprescindible para que consideremos a la fiesta como el más grandioso de los
espectáculos públicos. Sin su esencia, sin la existencia de ese imprescindible riesgo, no sólo
daremos armas a los abolicionistas, a sus más acerbos detractores,
sino que también podemos llegar a convertir la fiesta en una tortura sin
sentido a un pobre animal indefenso.
No es eso la fiesta; no lo es, precisamente,
porque existe ese riesgo del que nace la emoción que subyuga, porque hay, aunque sea remota por la habilidad y el valor
del torero, una posibilidad de que aparezca la negra parca. Nada en tal sentido deseamos a ninguno de los que se visten de luces,
aunque les exijamos que no minimicen ni adulteren ese peligro, ese riesgo que
debe ser real y no hipotético.
Sobre tal base todo lo que realice el diestro
tendrá valor, bueno o malo, artístico o carente de gracia, acorde a los cánones o fruto de la casualidad o de su temeridad ciega, porque,
en resumidas cuentas, será VERDAD. Si, por el contrario, el torero aprovecha su
conocimiento o su técnica, amparadas por el recurso del valor, para burlar ese
riesgo, para disminuirlo, estará obrando en
contra de la propia esencia del festejo, y aproximándose a esa tortura tan
cacareada por los anti-taurinos.
Su actitud, como la de tantos otros que
pululan sin deber hacerlo –como incómodos y peligrosos mosquitos transmisores
de las peores enfermedades del festejo-, en torno al principal protagonista del
festejo: el toro, debe basarse en la aceptación del riesgo, y su superación
mediante esas cualidades necesarias e imprescindibles que sólo en ellos se dan.
El torero que, contraviniendo este sagrado
principio, se acoge a mil resabios escolásticos, a técnicas
que disminuyan ese hipotético riesgo asentado sobre el peligro cierto, está obrando contra el propio espectáculo. El toreo
debe estar impregnado de verdad, de autenticidad. No sólo es el toro el que
debe estar en plenitud, también el espada, el lidiador, debe, en su labor,
torear de verdad. Y no lo hace quien se aleja de aquél, quien lo menoscaba
merced a triquiñuelas que, aunque engañen al espectador poco avezado, son
notorias para otros muchos aficionados.
Joselito el Gallo en un kikirikí |
El toreo desde fuera
de lo que puede ser la recta embestida de la res; el distanciamiento de los pitones
por abusar del pico con toros francos, nobles y sencillos –recurso, sin embargo, permitido y
aconsejado en los toros que se ciñen y recortan, o en los que cabecean con
peligro-, aunque luego el diestro se pegue -cual lapa- a las costillas o cuartos traseros
del animal, o llegue a empapar su terno con la cálida y vital sangre del toro; el toreo perfilero, sin cargar jamás la suerte; el pasarse el toro lejos, permitiendo que
entre el diestro y la res quepa toda la banda municipal; el toreo en paralelo,
rematando hacia las afueras el recorrido de un toro al que no se fuerza en su
trayectoria en ningún momento –recuérdese que según Domingo Ortega “torear es
hacer que el toro vaya por donde no quiere ir”-; el dichoso paso atrás, recurso tan
empleado hoy para prolongar el muletazo, iniciado tantas veces en la pierna
atrasada, pero que supone no sólo no ganar terreno al toro, sino perderlo, retroceder, a la
par que nos aleja de la cabeza de aquél; la pérdida constante de un paso entre
muletazo y muletazo, sin ganar terreno hacia los medios frente a un toro
bravo, sino perdiéndolo –cuántas veces hemos criticado que los espadas se
doblen con los toros de salida, con el capote, reculando siempre-; el cuarteo o
sesgo en la suerte suprema, perfilándose de lejos y con el brazo por delante
para facilitar una salida franca, mientras que al toro se le despide de cualquier
manera...
Todo ello conduce a una disminución del
riesgo, imprescindible en este espectáculo. Y cuántas veces, por el contrario,
hemos aplaudido, nos ha emocionado y puesto en pie, la superación de ese riesgo
con autenticidad, con valor, con exposición del propio matador, aunque la faena
no haya llegado a culminarse con la estética, el arte, gusto o esencia necesaria. Incluso,
sin gran técnica... Pero cuando un torero se sobrepone al riesgo, se juega en
las aviesas embestidas del animal su frágil anatomía, y es capaz de burlar, una
y otra vez las fieras acometidas de la res, surge la emoción, porque está
presente el riesgo, porque ha hecho presencia la verdad. Cuando, por ejemplo, Luis Francisco Esplá, hace algunas ferias de Otoño
madrileñas, se enfrentó a aquel toro de Victorino, de 605 kilos de peso, con
taimadas arrancadas, que se había llevado por delante a El Califa de una
cornada, y fue capaz de dominarlo, de poderlo, jugándose la femoral en docena y
media de arrancadas que levantaban al público de sus asientos; cuando aquél
añorado y a veces desaliñado Manili puso en pie al público en feria de San Isidro y meritorísima faena a un Miura; cuando Dámaso
González pudo, lidió y doblegó a aquel pavoroso torazo de La Laguna hace dos
decenas –o quizá algo más- de años, en el mismo platillo del coso venteño;
cuando contemplábamos la emoción que destilaban aquellas estocadas de Rafael
Ortega “Gallito” sólo entrevistas en
algún festival; cuando tantas otras faenas se han construido sobre la misma
base de la aceptación del riesgo, tengan o no la perfección del arte, se
escribe con letras de autenticidad la más gloriosa de las páginas del arte de
la tauromaquia, porque se escribe sobre el riesgo: innato, tremendo y
consustancial a la fiesta. La fiesta de la vida, porque sin ella no hay muerte.
La fiesta de los toros.
Amigo Rafael,es una delicia leerte,como antes era ilustrativo oirte.
ResponderEliminarCuantas verdades dices de una forma tan sutil,que no es preciso que lo aclares,se entiende todo.
Gracias por defender la Tauromaquia y por tu magisterio.
Saludos.
Bienvenido al mundo blogger, Rafa. Un placer saber de ti. Un abrazo.
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