Prácticamente hacía dos décadas que no pisaba la plaza de Ceret, esa pequeña pero bonita e interesante localidad francesa, capital de la región de Vallespir, en el antiguo Rosellón –que perteneciera hasta el siglo XVII a la unidad española y desde casi cinco siglos antes a los territorios de la corona de Aragón- y hoy integrada en la Región de los Pirineos Orientales francesa. Dos décadas en las que parece que no ha pasado el tiempo. Porque allí las tradiciones taurinas se mantienen tan vivas, tan palpitantes como siempre, tan intrínsecas a su naturaleza como siempre, con la misma vitalidad y con el mismo entusiasmo de siempre.
Una de las principales calles de Ceret por donde se hacen los encierros |
¡Qué lujo de afición y cómo vive la fiesta de los toros!
Fiesta no sólo en sus Arènes, en su plaza de toros, sino también en sus calles,
con esos particulares encierros a caballo, donde los jinetes amparan a la res
para que ésta no se salga del recorrido prefijado a través de la arteria
principal de la villa. Dos jinetes –que se van turnando- y que van encasillando
a la brava res para que no vea sino el camino que le marcan y sin más defensa para la numerosa
concurrencia que unas sencillas vallas de poco más de un metro, que no habrán
de valerles en caso de que aquélla decidiera tirar por nuevos derroteros.
Pasearse por sus calles es revivir los momentos más
gloriosos de la localidad, íntimamente unidos no sólo a la historia, sino a la
cultura con mayúsculas, pues allí se dieron cita a principios del siglo XX,
artistas e intelectuales de la talla de Manolo Hugué, Braque, Picasso, Max
Jacob o Severac. Pero en estos días de fiesta, aprovechando el día de la toma
de la Bastilla, las calles se transforman en una mezcla de fiesta franco-española,
donde a los pasodobles e incluso al flamenco (en varias de sus modalidades) se
une la cultura, la música y las costumbres galas. Fiesta asimismo vivida,
sentida, participada, con amplia profusión de chiringuitos, de peñas y de
franca alegría.
Mucha de ella gira en derredor de la cultura al toro: exposiciones,
los encierros, las visitas al ganado que espera a ser lidiado en el coso, los festejos
mayores y menores, las tertulias por la noche… se vive como en pocos lugares de
la península puedan hacerlo. Nadie se extraña, ni te mira raro, si preguntas en
la calle por la plaza, o por los encierros, es algo consustancial a su cultura,
y a la nuestra.
En torno a sus corridas y novilladas se cuida hasta el más
nimio de los detalles. No sólo en la elección del ganado –Ceret es plaza considerada
como torista, y allí gustan del ganado bien, impecablemente, presentado, encastado y complicado-, sino en
todo, absolutamente, lo que gira en torno al festejo. Se permite que el
aficionado pueda contemplar, a través de unas mirillas acristaladas, los
propios corrales donde descansa el ganado –o donde, como el sábado, reñían los novillos
de José Mª. Escobar y Mauricio Soler Escobar del día siguiente-. Y todos nos
detuvimos a ver las hechuras, los pitones y el cuajo de novillos o sobreros –que
podrían pasar de sobra en cualquier plaza de segunda española y aun en más de
una de primera-. Alrededor del coso se
puede disfrutar de una cerveza o de un pincho si se desea, pero también hay
espacio para la cultura, libros, fotografía, pintura, grabados, algo
indispensable para el aficionado francés, que siempre curiosea por unos y
otros.
Entrar en la plaza te lleva a sentir nuevas sensaciones.
Dos de los novillos de Escobar (de origen Graciliano encerrados) (Foto: ceret-de-toros.com) |
Es
coso recoleto, de unos 3500 a 3800 espectadores de aforo , de escasos treinta y
tantos metros de diámetro su ruedo (de ahí que en la suerte de varas sólo salga
un picador por toro), pero de sabor inequívocamente taurino. La barrera está
constantemente jalonada de pancartas de clubes y asociaciones taurinas
francesas –había una de la afición de Manlleu, en Barcelona-; el epicentro del
ruedo decorado, con arenas tintadas, con el hierro y los colores de la divisa
del ganadero, bella y cuidadamente trazados. En los burladeros, asimismo, el
hierro de la vacada que ese día lidia sus reses. Carteles te indican, a cada
paso, de quién es el toro o novillo que se lidia, a qué matador corresponde su
lidia y muerte. En la propia tablilla donde figura el nombre y peso del toro,
su edad y la ganadería a la que pertenece, se anuncia –pásmense- el picador que
ha de picarlo. ¡Hasta ahí llega la afición a la suerte de varas! En su breve
círculo se trazan sólo dos especies de medialunas, justo enfrente de toriles,
donde ha de situarse el varilarguero. No podrá salirse de ese breve espacio si
no quiere ver ultrajado su nombre, y sólo en caso de absoluta necesidad podrá
picar en cualquier otro lugar. A los muy mansos se les condena, sin más, a
banderillas negras, sin necesidad de acoso o persecución.
Varios de los de José Escolar (Albaserrada) preparados para embarcar (Foto: ceret-de-toros.com) |
Las gentes, los aficionados que casi llenan por completo el
reducido circo, son extraordinariamente respetuosos, y saben aquilatar y
apreciar tantísimos detalles que se escapan a la mayor parte de los públicos
que llenan las plazas españolas que da gusto verlos aplaudir, callar o
protestar. Hubo un momento en el que un espectador se quejó de uno de los
maestros, que ante un toro muy complicado hacía lo que podía, y se le mandó
callar desde cien lugares de la plaza. En pie, la plaza escuchó el himno local –no
el francés, por cierto, que no sonó-; en pie recibió al Fundi, que se despedía
de esta afición que tanto le ha aplaudido, con un reverente silencio escuchó
como un dulzainero –o su equivalente del Rosellón- le homenajeaba con un
sentido pasodoble y le ovacionaba a continuación. El paseíllo se siguió como un
acto de la liturgia más, no como un prolegómeno sin interés. Entre la muerte
del quinto y la salida del sexto la banda interpretó la sardana de “La Santa
Espina”, y a pesar de sus breves músicos, sonó como pudiera haberlo hecho una
sinfónica cualquiera, emocionando a cuantos asistíamos al espectáculo.
Y durante la lidia, qué decirles… No suele haber un grito
estúpido, una exclamación extemporánea; en perfecto, y más que perfecto,
español se dirigen los aficionados a los participantes, animándoles, a veces
corrigiéndoles o increpándoles. Uno no sabría si estaba en la Francia
meridional o en Valladolid si no es porque las conversaciones se mantenían en
perfecto francés.
Toro de Saltillo (José Joaquín Moreno Silva) camino del encierro (Foto: ceret-de-toros.com) |
Todo se valora, todo se aprecia –no sé si por todos, pero al
menos por la enorme mayoría-: la salida del toro, si remata o no en tablas, los
pies que tiene… La suerte de varas es absolutamente fundamental en aquel coso.
El toro ha de estar fijado en la suerte, se critica el que entre corrido a la
suerte, al hilo de un capote, al relance. La distancia entre piquero y toro, la
apropiada, y les gusta que la vayan alargando para comprobar las bondades o
defectos de la res. El número de puyazos, el que el toro necesite. En la
corrida que presenciamos hubo toro de cinco entradas y otro con dos (que era lo
que requería su mansedumbre y justas fuerzas). Se fijan, y mucho, en cómo
ejecuta la suerte el picador, cómo cita al toro, si le da el pecho del caballo,
si alegra su embestida, cómo le llama, y por supuesto dónde coloca la puya –hubo
bronca para algún puyazo, no ya bajo, criticable también aquende los Pirineos,
sino para alguno trasero sin exageración- y cuánto castigo aplica –en general
se pretende que sea moderado, prefiriendo que el toro vuelva a entrar una y
otra vez para recibir el necesario-. Tito Sandoval estuvo, una vez más,
perfecto, genial, citando, señalando, clavando, dosificando el castigo y aun
llamando al toro para un cuarto envite con el regatón… ¡fantástico!, y la
ovación subsiguiente atronadora. Esta es la suerte de varas que desea cualquier
buen aficionado. Esto es lo que nos perdemos, sin embargo, la mayor parte de
las tardes, pero algo de lo que no quieren sustraerse los aficionados
ceretanos. Espectáculo integral que permite aquilatar la bravura o mansedumbre
de la res y que engrandece la fiesta, hoy tantas veces reducida a una monótona
repetición de muletazos vulgares.
Atentos en banderillas, exigen que todo el mundo esté en su
lugar, y a la hora de valorar una faena, en un casi silencio respetuoso, si han
de mostrar su satisfacción o su disgusto, lo hacen con educación y mesura, se aplaude
lo bueno y se silencia –las más de las veces- lo censurable… aunque siempre
haya una voz certera que califique la labor del espada. Y por último, se valora
también la ejecución y colocación de la estocada. No hubo aplausos para un
bajonazo, por más que entrase la espada al completo y, sin embargo, hubo
silbidos de contrariedad y más de una exclamación de disgusto.
La lidia, por tanto, se sigue en su conjunto con atención e
interés, no se desperdicia un instante, un momento. Se tiene en cuenta a ambos
oponentes, al toro y al torero, se les valora en su justa medida, y se les
aplaude al fin o se les pita según sus méritos (aunque siempre en la
apreciación de cada qué haya sus diferencias lógicas entre el público). Quizá
consigan lo que en España ya prácticamente resulte imposible, con muy contadas
excepciones, el gusto por todas las facetas de la fiesta, en todas sus
manifestaciones, en su integridad, el saborear los tres tercios porque cada uno
tiene su importancia. Lo dicho, ¡una experiencia revivida!, ¡una auténtica experiencia
ceretana!
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