La corrida, al fin, recompensó
medianamente las expectativas puestas en el cartel. Cartel recompuesto, por
cierto, sobre el original en el que en vez del valenciano de Chiva figuraba un
pletórico Manzanares. No termino de entender, sin embargo, como Ponce se
dispuso a ser segundo plato de nadie, menos aun en su plaza, la que tantas
veces le ha aclamado y sacado a hombros. No creo que sea sólo por el interés comercial,
tampoco por desquitarse de sus malas actuaciones falleras, quizá por hacer un
favor (a cambio de alguna otra cosa) a la empresa, o quién sabe. El caso es que
una pretendida máxima figura de la tauromaquia no suele pasar como sustituto de
ningún titular, menos aun cuando no se ha contado con él a priori para la feria
de San Jaime. El caso es que, como fuere, Enrique Ponce entró en el cartel
sustituyendo a Manzanares y a la gente… le dio exactamente lo mismo. La entrada
apenas fue ligeramente superior a la que consiguió ayer, en solitario, Iván
Fandiño en su fallida encerrona valenciana.
Es preocupante que ni Ponce, ni
Morante, consigan llenar un coso de primera categoría, todavía en Julio, en
sábado y con mucha gente por las playas de alrededor. La tarde no fue
especialmente calurosa, unas nubles cubrieron parcialmente el cielo a ratos, y el
ambiente no fue tan agobiante como otras veces. Pero los claros, especialmente
en el sol, pero también muy notables en la sombra, indicaban que la sustitución
nada había aportado a la presencia de Morante. Los que fueron, en su abrumadora
mayoría, habían comprado su entrada a priori para ver al de la Puebla, que en
sus comparecencias suele llevar unos dos tercios de plaza poco más o menos, que
fueron –algo por abajo- los que entraron ayer en el coso de la calle Játiva. Si
como el día precedente, Simón Casas hubiese invitado a Morante a hacerse cargo
en solitario del festejo, seguro que hubiera convocado más público…
A pesar de los pesares, y con una
limitada respuesta de la concurrencia, la corrida tuvo sus notas de interés, y
también las de ignominia.
Ignominiosa fue la presentación
del ganado que le sacaron a Morante de toriles. Un primero que era un eralote
de hechuras, con comportamiento de chiva loca; un segundo rabón (o colín o
rabicorto), anovillado de presencia y sin remate por donde uno quisiera
mirarlo; y un tercero, de más cuajo y trapío, brocho y pobre de cabeza. ¡¡¡Para
una plaza de primera ya está bien!!! ¿Quién hizo los lotes? ¿Quién fue el que
acosado por la presbicia juntó tres y tres? ¿O es que no hubo sorteo alguno,
que es lo que nos tememos, y las reses vistas y previstas por Curro Vázquez
fueron las que salieron de chiqueros camino del sacrificio indecente? Ahora sí
que hubiera sido necesario que Morante sacase las gafas –de aumento- para que
el público pudiese contemplar las escuálidas e irreverentes formas de su primer
antagonista –al que nos duele llamar toro-. Una auténtica vergüenza que el
palco consintió para descrédito de la plaza. Hasta el acomodaticio y festivo
público valenciano pitó de salida a la cucaracha…
Y aunque no fuera ignominiosa, sí
que echamos en falta una mayor disposición del de la Puebla en su segundo
oponente, que ya sabemos que fue un bicho anovillado, descastado y flojo, pero
al que Ponce hubiera podido sacarle más jugo… a su manera, desde luego. Y sin
embargo, cómo deseamos que primero o tercero (del lote Ponciano) hubieran ido a
parar a las manos del de la Puebla… ¡Qué injusta es la vida!
Vayamos al toro, que como reza el
dicho popular, es una mona…
Enrique Ponce (Foto: AbsolutValencia.com) |
Con esos casi dos tercios de
plaza y habiendo recibido una ovación de recibo, salió Ponce a entendérselas
con Jilguero, un pájaro de don Victoriano –mal en esta ocasión-, de 573 kilos,
negro, un poco atacado de peso -por cierto-, que cumplió con los de a caballo y
luego embestiría noble y sosote a los engaños, algo aborregado, pero con juego.
Ponce lució el capote con elegancia, aunque muy despegado…, y quitó sin mayores
alardes. La faena fue “a su manera” (“I did it my way” de Sinatra, que creo
recordarán), citando al toro desde fuera de la rectitud, pasándolo las más veces
por la periferia y en paralelo, elegante y estético, pero sin verdad. Sin
molestarle mucho (pese a unas protestas iniciales del bicho), tirando con el
pico de la res, ésta vino y fue sin molestar y sin trascender a los tendidos.
Algunos aplausos subrayaban las tandas pero sin la fuerza necesaria para
prender el coso; faena de cumplimiento estricto, sin más. El toro hubiera
tenido más juego y emociones en otras manos… no muy alejadas de donde se
hallaba Ponce. Para remate, una casi entera caída, con desarme, achuchón y
lanzamiento de cabeza al callejón del espada, que se torció un tobillo. El
animalito se tragó la muerte (la sangre) y dobló mientras sonaba un recado del
usía. Mejor estuvo, sin duda, con el tercero vespertino, Soleares de mote, con
543 kilos a los lomos, castaño de capa, raro de pitones, y aunque manso, con
ganas de embestir en la muleta yéndose a menos a medida que avanzaba el larguísimo
trasteo. Sonó un aviso que el presidente retrasó voluntariamente hasta ver cómo
entraba a matar el espada, casi con dos minutos de demora. Ponce, que no hizo
gran cosa en el saludo, quitó por delantales con gusto tras la primera vara, a
la que siguió una segunda con el bicho mal puesto, apenas un picotazo y con el
animal saliendo suelto. Había materia prima. Consciente, el valenciano brindó
al respetable, y lo tanteó con pinturería hacia los medios. El toro fue cómodo,
suave, repitiendo (siempre que no se le obligara mucho o se prolongase en demasía
la serie), pero yendo a menos, hasta hacerse necesarios largos intervalos en
los que el bicho pudiese coger de nuevo el resuello que le faltaba. Ponce,
inteligente, supo adaptar los periodos de descanso con los de toreo, y sin
estrecharse demasiado, ir dándole pases por las afueras con enorme elegancia y
clase y llevando dócilmente las embestidas de la res. Dio poncinas finales,
hubo agarre lomar en las postrimerías, citó con el pico de la muleta que
desplegaba abriéndola desde una posición como hubiera terminado un trincherazo,
dio molinetes, y todo con gusto exquisito… pero con poca verdad. Técnica y
estética suplieron, pues, a la ética y autenticidad. Muy bonito, desde luego…
pero sin exponer demasiado. El público, enfervorizado, apoyó al diestro con sus
ovaciones, hubo momentos de casi éxtasis colectivo, se había recuperado al
Ponce ausente durante ya algunos años. Todo iba en pos del doble trofeo… pero
se quedó en ovación. Sendos pinchazos que precederían a media desprendida,
desmerecieron del conjunto y la petición fue paupérrima al fin. No quiso dar la
vuelta al ruedo. Por ese complejo (psicológicamente hablando) que tenemos, el premio recayó en la peor faena
de las tres que efectuó, la del quinto, Frenoso, de 525 kilos, un toro negro,
bizco del zurdo, manso también pero embestidor. Sin embargo es preciso destacar
lo mucho y bueno que vimos con el capote: primero en unas chicuelinas de
saludo, elegantes; después en unas verónicas en su quite, buenas, rematadas con
media más que interesante. Y sobre todo, en el quite de Morante de la Puebla,
también por chicuelinas, enrollándose el capote al cuerpo, envolviéndose cual
crisálida en el capullo de seda que burlaba al animal, ceñidas pero etéreas,
magníficas. Lástima que Ponce, que salió con ganas, le replicase por el mismo
palo; fueron nuevas chicuelinas sin la gracia de las iniciales y a años luz de
las recién ejecutadas, limpias, y estéticas, pero sin la profundidad evocadora
ni la inmensa ética de las que había dibujado al aire y en lo más recóndito de
nuestras circunvalaciones cerebrales el diestro sevillano. Lo mismo le pasó a
Luque en Madrid, y lo mismo a cualquiera que se atreva a repetir lo que Morante
acaba de elevar a la categoría de obra de arte imperecedera. La faena de
muleta, pese a tan buenos presagios, fue una más de las del maestro de Chiva,
sin profundidad, sin exposición, académicamente correcta, pero sin emoción ni
transmisión, hasta el punto de que buena parte del público le pitó, finalizando
la misma, por la reiteración. No hubo sometimiento del animal, todo fue a media
altura, despegado, sin terminar de coger el aire a las arrancadas del toro,
algo incomodado por la repetición del bicho, con muchos pases y poca dicción. Una
estocada caída, con desarme, pero de efecto rápido trocó pitos por palmas y
cayó la oreja compensatoria… Y se fue contento el diestro: había recuperado la
estimación en su tierra, en su plaza.
Morante toreando a la verónica (Foto: HuelvaYa.es) |
Lo de Morante en su primero fue
vergonzoso; la impresentable cabra loca se llamaba Jabaleño, por ver si asustaba
el nombre, de 484 kilos (que lo más seguro es que fueran cuarenta menos),
abecerrado y avacado de cuerna, un choto auténtico y genuino. Con un
comportamiento de eral sin picadores, saltarín y sin fijeza, apenas vimos una
verónica bien trazada del maestro sevillano; se quitó el molesto palo en varas,
saliendo a su aire, manseó todo lo que pudo en banderillas y llegó
descompuesto, como preguntándose a qué venía todo aquello, a la muleta. Sucio,
sin ideas claras, y tras dos minutos y medio de intentonas vanas, Morante le dio
pasaporte a la eternidad, después de mil trapazos, de un pinchazo caído –cuarteando-
que no prendió y un descabello, después de que salieran los peones a castigar
al impúber y lo cerraran tontamente sobre tablas, de donde no hubo quién
pudiera sacarlo. Fantástico. En otra plaza habrían caído rajas de melón y algún
que otro gato… aquí fueron sólo pitos. El cuarto fue Cestero, un colorado
chorreado y ojo de perdiz, rabón o colín –como hemos dicho-, anovillado de
formas y sin cuajo, de 548 kilos, manso, flojo y descastado. Un lujo asiático.
Otra verónica pudo darle, entre lances destemplados, Morante que nos dejara
algún recuerdo de lo que pudo ser. En la serie de tanteo, un pase del
desprecio, preciso y precioso, dos derechazos mandando en la siguiente tanda, y
ante la defensa del bicho –exhausto-, la cortedad de sus embestidas –falto de
gas-, y escasa entrega, el de la Puebla se dobló y lo pasaportó de una casi entera
caída, a paso de banderillas. Por fin, tras del quite al quinto, pudimos verle
torear -a ráfagas- en el sexto, Derramado, de 580 kilos, un toro de trapío pero
con una cabeza lastimosa, brocha y pobretona. Negro de capa, cumpliría con creces
en los caballos, derribando con estrétipo en las dos acometidas –aunque salió
suelto en la primera se cebó en el caballo derribado en la segunda, coleándolo
el maestro para salvar al picador-. El quite posterior de Morante, por
delantales, fue magnífico, de mucho castigo por cierto, consiguiendo doblar al
toro una barbaridad y sacándole el capote por bajo para que humillara, como
correspondía hacer. La faena fue meritoria, no porque viéramos una exquisitez
tras otra –que las hubo-, sino porque la condición del bravo animal no era
sencilla; fue toro exigente, que tiró tornillazos y tarascadas sin parar,
incómodo, con más genio a veces que casta. Morante anduvo firme, tanteó de
forma artística y llegó en dos muletazos al respetable, que le aclamó como se aclama
a los héroes inmortales, rugiendo. ¡Qué capacidad bergaminiana de decir el
toreo! Emotivo, trascendiendo a los tendidos, fue metiendo al toro en el trapo
para construir una faena con múltiples altibajos –o “altimedios”, perdonen el
neologismo, porque la faena nunca cayó al abismo en intensidad- y vimos el
mejor derechazo de la temporada en la tercera serie, profundo, mandón, completo,
desde el cite al remate, cargando levemente la suerte antes de la entrada del
animal, académico y hermoso. No hubo más que ese, porque el animal –que no era
fácil- se mosqueó y al siguiente intento le mandó un recado con los recogidos
postes telegráficos. Repitió, sin embargo en la siguiente, con uno casi del
mismo nivel. Morante estaba agotado, el esfuerzo era digno de la pelea, y con
cargazón de la suerte como hoy no se estila, citó al natural; no fueron muy
profundos los lances, tampoco demasiado en redondo, pero al final surgieron dos
monumentales trincherazos que a Ruano Llopis le hubieran hecho soñar… Tras unos
adornitos sin mayores alharacas, de nuevo al cuarteo, dejó una entera caída,
sonando los clarines cuando el toro se echaba. La oreja… y qué más dan las orejas;
al diantre con ellas. Habíamos visto retazos de un arte eterno; y volvimos
hablando de toros a casa durante más de dos horas…
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