Valencia, 26 de julio de 2012. Segundo
festejo mayor de la feria de San Jaime. Más de media plaza. 6 toros de Núñez
del Cuvillo, insuficientemente presentados, mansos, la mayor parte descastados
y complicados. Francisco Rivera Ordóñez, Paquirri, silencio y pitos. El Fandi,
oreja y silencio. Sebastián Castella, silencio y oreja.
La corrida fue rápida para lo que
esperábamos. Dos horas y veinte minutos con el interregno de la merienda es
tiempo más que aceptable para lo que cabía esperar en corrida mediático-festiva
con añadido galo de stahanovismo táurico. Lo suyo, y con un público de especial
condición ayer en el coso valenciano, sería haber otorgado cientos de orejas,
con vueltas clamorosas y gritos de guapo, hermoso y lindezas por el estilo al
paso de los del brillo áureo. Guapo, hermoso, y otras lindezas que nada tienen
que ver con el toreo, porque eso ya es otra cuestión. Ayer había una cierta
predisposición mayoritaria hacia otro tipo de espectáculo. Al fin, y tras el
desastre, sólo vimos toreo en la muleta del francés, al que por cierto no
llamaron esas cosas, porque no entra en el numerito. Eso sí… fiel a sí mismo,
Castella practicó el toreo por agotamiento habitual, aunque fuera el único capaz
de sacar algo en claro de los mulos de Cuvillo.
Esta ganadería al por mayor, con
centenares, ¡qué digo centenares, millares de cabezas!, sigue en las últimas
temporadas un camino, no por buscado y anhelado, menos catastrófico. La
toreabilidad que lucieron años atrás está siendo sustituida, trocada y mudada en condición mular. Sí, aun sale alguno
que toma borreguilmente cien muletazos, sí, no nos engañemos, pero en conjunto
cada día son más los que menos embisten, entre caídas, asperezas,
complicaciones y brusquedades. Eso si logran pasar los reconocimientos en
plazas de primera categoría… Ayer, en Valencia, no sé cuántos fueron precisos
para completar el encierro, pero lo de Madrid en la pasada primavera se contaba
por docenas. Era el paradigma de la ganadería de las figuras; reses de mínima
presencia, que permiten estar por ahí sin grandes preocupaciones o riesgos, y
embestidas ñoñas. La desgracia –lógicamente para don Alvaro, que no para los
aficionados a la fiesta de los toros- es que si le salen cuatro más como ésta
en plazas de repercusión mediática –ya saben que en los portales, esto se
disimula una barbaridad si la plaza es de Villaconejillos de la Madriguera- el
negocio se les va al infinito universal, donde lo que abunda, precisamente es
la antítesis: la nada, el vacío más absoluto. Es decir que no abunda porque no
hay nada. Pues caminito del abismo sideral los de ayer, con la única excepción
del segundo –en la línea pretendida de embestidas aborregadas y sosas-, abundaron
en molestias para los espadas que en buena medida se vieron desbordados por las
complicaciones, pero sin que brillara para nada la casta situada en el extremo
opuesto de la escala de valores (acometividad-fuerza-bravura vs
toreabilidad-nobleza-flojedad).
Estos borregos sí que tienen culata... y otros atributos aunque no cefálicos |
A Rivera, sin ir más lejos, sólo
le faltó llorar al presidente para que le cambiara un tercio de banderillas en
el que las dudas y las pasadas en falso (entre pitos y cierta rechifla) protagonizaron
su labor… con tres palos prendidos. El usía, desde el palco, se llamó a andanas,
miró para otro lado y esperó a que el matador colocase el cuarto palo que
reglamentariamente le exige el Reglamento nacional de 1996 (no así el de 1962
que permitía que cada espada pudiera colocar las banderillas que quisiera).
Pasó las de Abel (nunca he entendido eso de las de Caín, como no fuera a
posteriori del homicidio…), y tuvo por fin que meterse en el terreno del toro
para prender la que le faltaba… ¡que crimen tan horrible! ¿Y “quién le manda a
este señor meterse en lo que no sabe”?, ¿quién le exigió que cogiera los palos
para banderillear cuando había pasado de hacerlo en el primero, un bicho tan
poco favorable como éste para hacerlo? ¿O es que no distingue la condición de
los toros, acostumbrado a lo que habitualmente le echan desde chiqueros?
Pues lo dicho, una corrida
complicada y falta de clase, con su punta de bronquedad, incertidumbre, genio y
mala uva, mal presentada para un coso de primera. Lo que es trapío, lo que se
dice y llama trapío, no vimos en ninguno de los seis lidiados. Tan sólo el monstruoso
sexto (540 kilos, no vayan ustedes a pensar que…), aparentó algo más que sus
hermanos, pero con una culata de pistola de juguete comprada en los “chinos” de
la esquina. Toros mínimos, como los frailes franciscanos homónimos, que “humanizados”
se pusieron a la altura de la sociedad (léase entramado de la fiesta) que les
rodea. Toros bajitos (como la calidad moral y ética de alguno…), recortados,
sin desarrollos prominentes, sin remate alguno (parece la selección española) y
supuestamente aptos para el “tiqui-taca” del toreo actual: mucho sobe, mucho pase
sin sal ni gracia, pero abundantes y empalagosos… hasta el arrimón. Fantástico.
La corrida con este “material” fue
de las de aúpa, pero no en el sentido añejo del término, empleado en
tauromaquia para referirse a los de caballería, sino por el aguante que debe
tener uno ante el descaste general y lo pesado que es llevar en brazos el fastidioso
fardo del espectáculo. No obstante, he de reconocerlo, me entretuvo, porque era
de ver cómo iban los espadas sucumbiendo en las complicaciones de los astados,
sin recursos para someterlos, ni poder hacer de ellos cosa interesante alguna
que no fuera lo de siempre: acompañar sus tristes embestidas entreveradas de
mal genio y miradas desagradables. En otras manos… quizá hubiésemos visto un
espectáculo más brillante; en éstas… tonalidades gris cenicientas.
Paquirri hijo, naufragó ante su
primero (al que no quiso poner banderillas y en eso le aplaudimos), un animal
jabonero sucio, casi barroso, de 480 kilos, que se tapaba por la capa y los
pitones, pero quizá el más cuajado del encierro. Manso, con embestidas a media
altura y sin clase alguna, lo del torero dinástico fue lo de siempre,
probaturas, toreo excéntrico, despegado, sin acoplamiento y con trapazos por
doquier. Ante los continuos derrotes del bicho, sus protestas y mal genio, optó
por doblarse en movimiento y despenarlo de un pinchazo según pasaba por allí, y,
con el animal en tablas, tres descabellos. En el cuarto (Farfonillo, de 502
kilos, negro, sin hechuras por detrás, manso, incierto y áspero), menos hizo
aun. Tras del patético tercio de garapullos en el que el toro le esperaba en su
terreno, le cogió una tirria especial, y después de banderazos (como si
estuviese haciendo señales en la armada) y desconfianzas –todo por las nubes,
agudizando los tornillazos y cabeceos de la res-, y tras oír protestas y pitos
generales, se lo quitó de en medio de media por arriba de esa manera…
Al Fandi le tocó el único toro –eufemismo
utilizado para no describir aquello- que cumplió con el guión esperado. Un
bicho de 525 en la báscula (que debe andar averiada, sin duda), negro
albardado, sin culata, y que embistió sosa y confiadamente en el último tercio,
aunque a media altura –justo la misma que practica el granadino en su muleteo-.
Lo más destacable, en cuanto a toreo se refiere, fueron los quites artísticos
realizados por el espada y Castella, variados y gratos en los tiempos que
corren, con su punto de pique por parte del atleta que respondió al del galo.
Fueron gratamente aplaudidos ambos. Dio su habitual espectáculo de carreras en
banderillas -¡albricias, clavó un primer par en la cara, tras un cuarteo mitad
de espaldas mitad de frente!-, y tras un comienzo genuflexo en tablas –donde le
apretó el bicho-, hizo una faena en el tercio, desde fuera y mandando las
arrancadas, con el pico, hacia el más allá en general. Hubo alguna colada –lógica,
por otra parte, cuando el animalito no ve sino dos bultos no demasiado quietos-
y después de un sinfín de muletazos un agarre al lomo de la res –que nadie le
iba a quitar- que fue digno de los mayores aplausos del personal. Visto
aquello, montó el acero y desde muy lejos le dejó una trasera y tendida y
llovieron los pañuelos. Oreja. No hubo tal en el quinto, un semoviente que
obedecía –poco- por Panadero, con 490 kilos (¿?) escaso en general, manso, sin
fuerzas y descastado. Como a estos bichos no se les pica (¡por favor, qué
vulgaridad, qué repugnancia!), el animal debió desfondarse en las carreras que
le obligó a dar el Fandi en banderillas, y así llegó a la muleta sin gas
alguno, mortecino… y se echó por sus propias patas. Detalle de calidad
intrínseca y extrínseca, detalle de casta, de toro de lidia. Y yo que recuerdo
haber visto a un toro de Guardiola Fantoni desangrado en vida –hará casi tres
décadas- afianzado sobre sus cuatro remos, apuntalado sobre sus patas, pidiendo
aun guerra pero incapaz de moverse un ápice… Ese, que algunos recordarán, no se
echó… Éste sí; qué le vamos a hacer, son cosas que cambian en la tauromaquia.
El caso es que en las paupérrimas medias embestidas que logró dar, miró más al
diestro que al engaño, porque uno y otro iban cada cual por su lado. Visto
aquello, y con el cornúpeta a la defensiva, el Fandi lo liquidó de una entera
desprendida y un descabello.
Castella en su gesto de San Isidro 2012 (Foto: las-ventas.com) |
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