Recordarán muchos el trágico suceso que ocurrió el 6
de agosto de 1934 en la plaza de toros de La Coruña. Aquel día se lidiaban
toros de los Hermanos Escudero Bueno, herederos de José Bueno y Juliana Calvo y
propietarios del ganado que antes había pertenecido al marqués de Albaserrada.
En el cartel, y tras un Juan Belmonte pletórico, que había reaparecido ese año
al impulso de la exclusiva de su apoderado, Eduardo Pagés, figuraba otros dos míticos
diestros, Ignacio Sánchez Mejías, que también había reaparecido –con más kilos
de los necesarios-, y un diestro que acaparaba entonces las máximas atenciones,
Domingo [López] Ortega.
Juan Belmonte en sus años iniciales (Colección personal) |
La
reaparición de Ignacio Sánchez Mejías, junto a la de Juan Belmonte, supuso una
gran conmoción, sobre todo por lo que habría de ocurrir días después. Ignacio,
aun más que Juan, simbolizaba la heroicidad del toreo; Juan estaba por encima
del bien y del mal, era una figura reconocida e incuestionable, magistral,
inalcanzable. Ignacio, sin embargo, era la representación misma del esfuerzo,
del valor, de la afición, de la abnegada entrega al arte de la vida y la
muerte. Y era, además, plenamente consciente de ello. Algo que pocos sabrían
expresar de forma consciente y formal. Decía Sánchez Mejías, al ser
entrevistado por el Caballero Audaz
en 1934, justo antes de reaparecer, que su intención al volver a los ruedos
era:
“Vivir,…
es decir, resucitar. Porque el torero no tiene más verdadera vida que la del
peligro. Cuando uno se retira se muere. El torero no tiene más peligro que el
de dejar de existir y su muerte no está en la plaza sino en su casa. Joselito
está vivo. Más vivo que Belmonte y que yo, porque se murió valientemente en la
plaza mientras que nosotros nos metimos cobardemente en la casa, dejamos de
existir mientras él hace de continuo acto de presencia en todas las corridas.
Para alejarse de la muerte un torero es preciso que se roce con ella. Es decir,
que no deje de torear”.
Aquella infausta tarde coruñesa, al descabellar Juan
Belmonte el primero de los toros, saltó el estoque a una de las últimas filas
del tendido 1, con tan mala fortuna que impacto sobre un espectador, al que la
herida le causaría inmediatamente la muerte. Se llamaba Cándido
Roig, era vecino de Noya, al parecer zapatero de profesión, y fue a encontrarse
con la parca desafortunadamente, mientras asistía al espectáculo de la
supervivencia, del triunfo de la vida y del hombre sobre la indómita
naturaleza. El diario ABC narraría así la desgracia:
“Juan
realizó con la muleta una faena adornada, prólogo de un pinchazo hondo; intentó
descabellar y el toro le tiró un derrote a la muñeca derecha, saliendo despedido
el estoque como una catapulta hasta las últimas filas del tendido 1, donde
quedó clavado en el lado derecho del pecho de un espectador, joven y tan animoso,
que con su propia mano se sacara el
mortífero acero, mientras sus vecinos de localidad, consternados y trémulos, lo
tomaban en brazos y bajábanlo a la enfermería sin pérdida de un minuto. Los
médicos no pudieron hacer otra cosa que contemplar en silencio el horror de la
herida; el espectador del tendido 1 que dejó de existir al colocarle sobre la
cama de operaciones era un joven inteligente y trabajador; se llamaba Cándido
Roig y era vecino del inmediato pueblo de Noya”.
Tampoco fue el único lesionado en aquella desgracia, ya que el parte médico
de la enfermería nos cuenta que:
“El cadáver
de D. Cándido Roig Roura, presenta una herida penetrante en el tórax parte
derecha, atravesando el pulmón, mortal de necesidad.
También fue
asistido el diestro Belmonte de una distensión ligamentosa en la muñeca
derecha.
La herida
del mozo de plaza, Francisco Pereiro es en el muslo izquierdo y de pronóstico
reservado.
El mismo
estoque que mató al infortunado D. Cándido Roig, hirió al periodista local
Carlos García Puebla, colaborador de El Ideal Gallego y de otras publicaciones
de la Coruña”.
La tarde, además, fue aciaga por otras causas, pese
a que Domingo Ortega cortó una oreja, ya que a éste le llega la noticia de haber
muerto su hermano Matías, con apenas 23 años. A la salida del coso, y camino el
de Borox hacia la plaza ciudarealense de Manzanares, sufriría éste un accidente
de automóvil –entre las localidades de Bocerca y Borella-, muy
probablemente por la niebla, despeñándose el coche y falleciendo uno de sus
ocupantes, el comandante
de Caballería don Francisco Caballero.
El diestro Domingo Ortega, un pariente suyo, su apoderado “Dominguín” y su
banderillero Salvador García resultan heridos por lo que el diestro no pudo
acudir al coso de la localidad manchega. Se buscó rápidamente un sustituto para
el festejo, recién conocida la noticia del accidente de tráfico, y se concertó
con Sánchez Mejías su presencia en el mismo. Ignacio, entró así en la vida
eterna, aquella que alcanzan sólo las víctimas famosas del arte. Fue una nueva
tarde de intenso dramatismo, en la que resultaría herido por Granadino, de los Hermanos Ayala, a
cuyas resultas fallecería al día siguiente.
Tras el fallecimiento del espectador, y habiéndose
comprobado que no fue la única vez en que un estoque saltaba al tendido con
funestas consecuencias, por una orden de 17 de agosto de ese mismo 1934, se
abriría un concurso de ideas para solucionar el problema, concurriendo hasta 46
modelos de estoques de descabellar diferentes, rechazándose por la comisión
nombrada hasta 38 de ellos en un primer repaso.
Los ocho restantes
fueron probados en el Matadero de Madrid el 27 de noviembre de ese mismo año
por los matadores de toros Fortuna, Pepe Bienvenida, y los novilleros Finito de Valladolid, Chavito
y Jesús Santiago. Se probaron después en diversas plazas de toros, hasta que definitivamente
fue aprobado el modelo presentado por un tal Vicente Pastor…, gran ex matador
de toros madrileño, que aun hoy es el que impera. Su inclusión en la
Reglamentación se hizo mediante la Orden de 6 de enero de 1936, que implicaba
su obligada utilización desde el 1 de mayo de ese mismo año. Las
características de ese descabello siguen siendo las mismas desde entonces a
nuestros días.
Aprovecho la ocasión
para adjuntar una noticia –acompañada de la interesante foto- obtenida del Heraldo de Madrid, en la que aparece un
feliz Vicente Pastor con el invento de su autoría, que creo prácticamente
inédita hasta la fecha
El
Reglamento siguiente, el de 1962, como ahora lo hace el de 1996, se ocupaba de
los estoques de descabellar. El actual texto copia sus características del
anterior, completamente a la letra, de esta manera: “El estoque de descabellar irá provisto de un tope fijo en forma de cruz
de 78 milímetros
de largo, compuesto de tres cuerpos; uno central o de sujeción de 22 milímetros de
largo por 15 de alto y 10 de grueso, biseladas sus aristas, y dos laterales de
forma ovalada de 28
milímetros de largo por ocho de alto y cinco de grueso.
El tope ha de estar situado a 10 centímetros de la punta del estoque”.
Nada puedo añadir sobre tan feliz ocurrencia, que desde su puesta en uso ha
disminuido muchísimo el riesgo de que, al saltar el estoque a los tendidos por
el movimiento defensivo de la cabeza del toro, se produzca desgracia alguna.
La historia es increíble y me toca de cerca porque Cándido era hermano de mi abuelo, Emilio Roig Roura, nacido en Negreira, Galicia y venido a Uruguay en los primeros años del siglo XX. Conocía la historia por mi madre e incluso teníamos un recorte de diario de la época, que un familiar luego extravió. Gracias entonces por el informe, dado que hasta ahora era difícil que esta historia fuera creíble.
ResponderEliminar