Existieron algunos apodos verdaderamente tremendos, como Alma Negra
(Pedro Rodríguez, banderillero sevillano que actuó en Portugal), Berrinches (de los que hubo tres, cada
cual más de armas tomar, Antonio Guisado, Julián Benegas y Pedro Bes), Boca Amarga
(Antonio Gómez), Bomba, Brazo de hierro (de los que
hubo, también, hasta tres), Cacique de Santa
Fe, Cachiporra (de la mejor familia arrabalera, don Manuel Gil), Ciclón, El Diablo (bueno como
pocos, Ramón Guillén), Fierabrás
(Ricardo López, cuya talla desconocemos, pero que no debía ser gigante en el
arte), el Grapo (un diestro llamado Antonio Benítez, muy anterior al
nacimiento de los terroristas homónimos), el
Judas (como para fiarse lo más mínimo
en un quite a los picadores), el Mamón (Pedro de la Cruz, importante
diestro murciano del siglo XVIII), el
Mameluco (Juan Bastelleros, diestro
de a caballo, claro), el Maligno (hubo dos uno de ellos un buen media
espada del XVIII, Francisco Ramírez), Metralla
(nombre de guerra adoptado por Nicolás Quero y Tomás Ibáñez) o Metrallita (debía ser de poco tamaño de
clavo y metal, don Antonio Dontor) sin olvidarnos de un Metrallero (Ramón Sánchez).
|
El Loco toreando en Nerva allá por 1889 |
Hubo un Loco, que no sabemos si lo era por temerario o por tener rasgos psicóticos (Juan José Villegas, diestro andaluz de la segunda mitad del XIX), abundaron los Ostiones
y Ostioncitos (que ocupan a una
decena de diestros, alguno de bastante fama), Puñales (hubo dos, Francisco y Federico Muñoz), Relámpago (alias que utilizaron once
toreros, algunos en diminutivo, bastante como para reconsiderar el cambio
climático y tan efímeros algunos como la luz que emanan), Tormenta (otros tres distintos), Sinsuerte (Luís Pommier, pero claro, con ese nombre no nos
extraña), un Sinmiedo (Francisco
Rodríguez, novillero de 1927), el Temerario (apodo que adoptaron Manuel
Esteban y Andrés García Huedo), los dos Terremotos
(Joaquín Girado y Gregorio Muñoz Vigolla, que nos suenan bastante a la falla de
San Andrés y que en nada lograron emular a Juan Belmonte así tildado en algunas
crónicas), el fantástico, literario e inexistente Tragabuches (José Ulloa), el
Terrible (Juan Antonio García Vargas
picador andaluz de finales del XIX que no sabemos si debe su apodo a su
carácter explosivo o a lo mal que lo hacía), Truenos (los hubo a secas –me imagino que sin lluvia- o con
localización geográfica, como el Trueno
de Bilbao -Valentín Cubillas-), el
Tigre (José López, un picador de los
años 20 del pasado siglo), el Tinieblo
(alias de Vicente Martín, banderillero de comienzos del siglo XX) o Veneno, apodo adoptado por varios
lidiadores como José Granados, Agustín Espejel, José Pacheco o José Romero;
todo ello sin contar a Veneno III
(Francisco Rodríguez Cano) o al Veneno
chico (digo yo que sería bastante menos
tóxico, don Atanasio Oliete).
|
Cartel sevillano con el Tato y el Gordito en competencia y un joven (sólo dos años de alternativa) llamado Lagartijo |
Da pena oír hablar del Suplente
(Manuel Moreno) o del Improvisao (así
no se va a ningún lugar, don Ángel Ramos…) o de los innumerables Sordos y Sorditos (hasta nueve diestros), de los tres Mudos (que no dijeron ni pío en el arte taurómaco), de Cuatro Dedos (otros ocho, uno de ellos nacido en tierra azteca y apodado Cuatrodedos mejicano), de el Bolero (cualquiera se fiaba del pobre), de el Culón
(que al menos podría sentarse en el estribo de la barrera, Antonio Álvarez), de los mil Chatos y un Chatín que hubo (sin contar los que así
ha nombrado el genial actor Arturo Fernández), de los muchos Gordos, Gorditos y Gordillos que el mundo ha habido, a cuyo
frente se encuentra el genial diestro sevillano, rival del Tato, Antonio Carmona el Gordito, de el Jorobado (que además
lo era en realidad, don Antonio Rodríguez), o del Chepa de Carabanchel (auténtico jorobado,
también, de este barrio madrileño, que alternó en una ocasión con otros dos
más, morbosamente
anunciados en un cartel de Sevilla: El
Chepa de Carabanchel, El Chepa
de Zalamea y El Chepa de Burguillos), y
algún otro Chepa más, como el de Villafranca (del Penedés... quién lo habría de decir hoy...), de el Quemado
(Juan García Núñez), no lo vería nada claro Saturnino Fernández, el Túnel;
lástima nos dan también los muchos Mellaos,
Melladitos o Mellaítos, uno de ellos Mellaíto
de Málaga, por no decir nada del Remellao
(al que debían faltar tropa dental), o del pobre de Boca sin Dientes, un ignorado torero de
principios del XVIII de no malas hechuras, y en su contra de los tres diestros que
se apodaron Dientes (a saber cómo los
tenían).
|
Cartel de la barcelonesa localidad donde no quieren que luzca la enseña nacional, pero que antaño no le importaban las fiestas de toros. El Chepa de Villafranca aparece matando un eral |
Sin embargo quien no quiere estar cerca del Príncipe (Francisco Lorca), de los Formalitos (cinco o seis de ellos
distintos), de Fortuna (apodo que al
margen de Diego Mazquiarán, el fenomenal espada vizcaíno, adoptaron cinco o
seis aspirantes más, y sin contar a uno chico
-Julio Merodio-, un segundo –II- y un tercero –III-) o de los muchos Señoritos que hubo, o de el Simpático (apodo adoptado por Rafael
Jiménez no sabemos si por lo agradable de su trato o por todo lo contrario) y
bastante más lejos de Nerón (Pedro
Chirivella), algo más próximo de el Faraón (Antonio Jiménez Castro, que no
era Curro Romero ni mucho menos), del Conde
de Magazza (Luís Amaya, y es un apodo, no título nobiliario), de los
dos Marqués (uno de ellos Adrián
Velázquez) y otros tantos Marquesitos (nos da que eran finos, elegantes y educados…), o, subiendo en el escalafón, de Carlomagno (Emilio Sales); y estar lo
más lejos posible de los muchos Carboneros
y Carboneritos, y del Matraca (Ramón Bellver, banderillero de
principios del XX que debía ser algo –o bastante- pesado).
|
El Marqués a la palestra en este cartel de La Algaba de 1887 |
Y ya puestos, qué podemos decir de los que tuvieron
como apodo referencias corporales, al margen de las citadas, como el Ancho
(Venancio Enjuto, novillero en 1915 cuyo apodo nos suena a guasa sandunguera,
contraria a su apellido), el Aseao (esperemos que no nos encontremos,
de nuevo, con una referencia irónica contraria a su verdadera naturaleza), el Bizco
(Julián López, que tiene mala pinta a todas vistas), el Berruga (Antonio Ríos,
al que nos tememos que le habría asaltado el correspondiente virus), Bobito (que ya hay que serlo para
anunciarse, o dejar hacerlo, así, don Simón Delgado, aunque fuese un
banderillero peruano de buenas maneras de finales del XIX), Bocanegra (el buen matador cordobés
Manuel Fuentes, que tenía ese defecto, quizá originado en un saturnismo, quién
sabe, y que tuvo tres imitadores homónimos), el Bola (no sabemos si
por lo gordo o por las trolas que contaba), el
Botijo (que lo mismo nos vale para la
grasa corporal como para llevar la españolísima vasija), Cabellito (que supondrán de pelo fino y lustroso, o quizá calvo por
completo, pero que en realidad se llamaba Ricardo Cabello), Cabeza (parte anatómica situada sobre
los hombros y que algunos le sirve para pensar y a casi todos para comer, ver,
oír y oler, y que había recibido en la pila el nombre de Manuel Escudero), Cabeza de Dios (don Manuel
Navarro, ya me dirán ustedes por qué). Hubo un Calzones (me temo que los enseñaría más de una vez, don Ángel
Fernández, banderillero de los años 60 del siglo XIX a las órdenes de Cúchares), otro apodado el Capón
(alias que adoptaron un tal Tomasito y Pedro Campos, y que no dice nada bueno
de ellos), Cara Ancha (José Sánchez del Campo, otro espada más que notable, que se
vio imitado en el apodo por su hermano Rafael y otros dos más, quizá con la
misma cara de pan que el célebre maestro del XIX), Cara de lata (Cirilo Puchá, del que no sabemos
qué es mejor, si nombre o alias, picador en novilladas en torno a 1875, que
quizá por los muchos trompazos en la cara adoptase ese nombre, o por la dureza
de su rostro en el trato con las gentes), Carrillo
y Carrillito (de éstos tres
diestros), Castito (como un bendito
de Dios, pero hoy en día, con la que está cayendo, cuesta pensarlo en relación
con el sexto mandamiento y quizá diminutivo de su nombre), Cuello (José Mazariego, que o lo tenía largo o algo le pasaba en el
mismo), Cuerpo limpio (otro que iba pregonando lo que quizá no tuviese), o el Cursi
(sin comentarios). Por las plazas anduvo un Dedosfinos
(Cristóbal Rodríguez, banderillero de principios del XX, que o bien los tenía
delicados como de mujer pianista…, o demasiado largos… ya me entienden), Delgadito (Félix Jiménez, sin duda
debido a una infancia con penurias), el
Esgalichao (otro que debió pasar
hambre, este Manuel Jiménez banderillero de mediado el XIX), el Estirao
(quizá largo y delgado como un huso, o quizá de modales finos y aristocráticos
Victoriano Joven), el Feíto (guapo, sin duda), el Ganapán
Sordo (un tal Gabriel del que nada se
sabe), el Gangrena (Francisco Erades, apodo que nos huele francamente mal).
Mejor suenan Guapín (don Ramón
Quesada, de bella faz), o Iluminadito
(que no crean que era alguien tocado por la luz divina o por el saber, sino don
Iluminado Sáenz). Hubo varios el Largo (sin duda de estatura pronunciada
o de amplios conocimientos o mañas), Lavativa
(Carlos Vervel, antiguo monosabio, que en 1884 actúa en una especie de
mojiganga, estoqueando un toro de forma lamentable, y que nos deja perplejos…),
el Loco ya citado o sus parientes los Loquitos
y Loquillos (de los que hubo cinco
diestros aunque ninguno cantara…), Lunares
(un Jaime Nolla, que debía acapararlos), Lunarcito
y Lunaritos (dos diestros que debían
tenerlos de menor tamaño, sin duda, que los que lucía el anterior), el Manco
(Matías Moreno, picador del XVIII, que no debía ser idem) y un Manquito, Manitas (Eugenio Fernández, otro picador que debía tenerlas como
catedrales), Manos de Gallo
(el banderillero cordobés del silo XVIII Andrés Rodríguez, que menos mal no las
tenía de cerdo), Manos Duras (dos picadores, como es lógico,
llamados José Reyes y Emilio Núñez).
|
Cartel bilbilitano con el original Morenito de Algeciras en 1902 |
Morenos, Morenitos,
Negro (recuérdese que al sin par
Salvador Sánchez Frascuelo en sus
orígenes también le llamaban el Negro)
y Negritos hubo legión, como para
formar varias compañías, incluso un Negro
Facultades y un Negrón (José Martínez, banderillero blanco, de Burriana y
principios del siglo XX). Dos Ojitos
aparecen por allá (ambos Frutos, Remigio y Saturnino, y ambos notables
subalternos, a los que se suma un tercero llamado Alberto Patiño), y no nos
asusta Ojo Gordo (Manuel Sánchez, banderillero de tiempos de Pepe Illo).
También aparecen un Orejita (José
Diañe, banderillero de Córdoba), el Pata, por no hablar de Patas (Victoriano del Huerto). De entre
la zona capilar destacamos a un Pelao
y un Pelitos, y otro que adoptó el
alias de Peluso, y puestos a no salir
de la pelambrera nos suena bastante contagioso el Piojili (Francisco Prieto, quién sabe si mantenedor de una buena
colonia de ftirápteros en
su región cefálica), y para ello nada mejor que un Rapao (Felipe Sebastián), del Ricito
o de los cuatro Rizaos que lidiaron
por esas plazas de Dios. Dos Pochos
hubo (uno Alfonso Alarcón, banderillero, novillero y matador de la época de
Pedro Romero, de notable actividad en Madrid y media España), y otros tantos Riñones –como es lógico-, dos que se
quedaron Ronco (Manuel Lorente y
Pedro Ortega) y un Ronquillo (Vicente
Blanes); muchos, y no todos ciertos, Rubios,
uno de pelo Largo (Rubio Largo) y otros de Lima o de Valencia, sin contar los Rubitos,
compañía de infantería, algunos con localización concreta, Rubito de Madrid, de Sevilla o de Zaragoza. En contraposición a los Cuatrodedos que fueron, hubo quien lució el alias de Seisdedos, por sobrarle lo que a
aquellos les faltaba. Hubo un Sonao,
novillero de 1905 y 6 que no triunfó, quizá por su mala cabeza. Tuertos, de un ojo, hubo dos, y otro más
que debió adquirirlo en su oficio, el Tuerto
de la Carnecería, don Juan
Moreno. Algún diestro llegó tarde al oficio, porque se apodó la Vieja
(Enrique Acuña o José García) o el Viejo (otro José García). Manejaron
bastante mejor la mano izquierda que la derecha un montón de Zurdos de todo tipo, lugar y condición y
un Zurdillo, que hay tauromaquia para
todos.
Los hubo con bastante poca imaginación como Morenito de Algeciras de Valencia,
diestro citado por el revistero Maximiliano Clavo Corinto y Oro, que, al parecer, siendo valenciano admiraba al
auténtico Morenito de Algeciras;
o qué me cuentan de Rodríguez II o el
Pérez (que además, por cierto, se
llamaba Antonio Fernández), sin comentarios; y para qué decir nada de Torero (hubo dos que adoptaron este alias, llamados José Abad y
José Espeleta). Incluso hubo un par que se titularon Cuarto Cara Ancha, que ya es decir, uno José Gutiérrez y otro José
Jiménez, que seguro no anduvieron muy bien armonizados, ya puestos a ello. Y uno con
demasiada, quizá, el picador Jerónimo Rodríguez, el Transvaleño, de
principios del siglo XX, probablemente influido por la inmediata guerra de los
Boers en Sudáfrica.
|
José Manzano, Nili, como espada en Sevilla en 1858 |
Y cualquiera se pone hoy en día, con lo susceptible que está
el mundo, Barbi (y sin embargo buen lidiador),
la Burnaca, Blanquita, Chiribiquí, Chispita, Coquita, Cocolín (ex novillero que aparece en cartel de la guerra madrileño), Coralito, Cuqui, El Cursi, Lili, Lin (don José Pérez,
para nada de origen oriental), Titi, Tiriti o Tiri (en total cinco o seis aspirantes a la fama que se quedaron
por ahí), Falito, Figurita, Gilillo, Pipa (de los que
también hubo legión entre finales del XIX y principios del siguiente, alguno
con carácter regional o local), el Mariquito (Nicolás Martínez, ¡ay mi
madre!), Solito, Ruchi, Paloma o Picardías, existe un Pili y otro Mili (como las gemelas famosas de hace la torta de años), un Pilín, Llilli (no sabemos si “el amoroso” de la canción, pero de nombre
Francisco Vilches), o el jactancioso el
Polvorero (Luís Ramírez), Chelito (Nicolás Cabrera), un Montelirio, dos Chuchis y lo que es peor, otros dos Churris…