Este próximo viernes, mañana mismo, a las ocho de la tarde, se presenta en el antiguo Casino de Castellón, el libro de Vicent Climent y Javier Vellón, "Sangre azul torera. Joselito 1920", editado por la Unión de Aficionados La Puntilla.
Cúmplese este año, como todo el mundo sabe ya, el centenario
de la alternativa –que es como la llegada al mundo, a la fama, a la vida- del
más grande torero de todos los tiempos, José Gómez Ortega, Joselito. Y no podía
perderse la oportunidad de recordar al ídolo, al héroe, en tan señalada fecha.
Por doquier, aunque tímidamente, han ido surgiendo los homenajes y los
recuerdos cariñosos, salvo, claro está…, entre los de su gremio o entre los
profesionales del sector, salvo alguno a título particular. Nadie es profeta en
su tierra.
Este libro nace, pues, en ocasión tan memorable, y surge
como el esfuerzo de dos grandes aficionados, para rendir el admirado tributo al
lidiador más completo que haya existido. José Gómez Ortega, Joselito o Gallito –como prefieran-, alcanzó junto a Juan Belmonte las más
altas cotas en la profesión en la que se juega con la muerte para recrear la
vida. José y Juan llenaron por completo casi una década entera de tauromaquia
en los albores del siglo XX, transformando no sólo el arte del toreo,
revolucionando sus formas e incluso su propia idiosincrasia, sino la vida
nacional, la actualidad de cada momento en una España que convulsionaba entre
huelgas revolucionarias y constantes cambios de gobierno, entre medidas de
ajuste durísimas y escaseces debido a la Gran Guerra, entre una sociedad aun
poco urbanizada y unas élites que se debatían entre la abstracción, la
perplejidad y la mirada endogámica. En lo político, fíjense, pocas novedades si
lo contemplamos con miradas actuales; en lo taurómaco… un abismo esencial.
Cartel mural del domingo de Resurrección sevillano de 1920 (Colección personal) |
Céntrase el libro en recordarnos cuál fue la trayectoria del
menor de los hijos de Fernando el Gallo,
en ese último año que le condujo a la gloria y a la muerte. 1920 quedará por
siempre escrito en los anales de la historia de la tauromaquia con la negra
tinta del luto: tal y como se dijo en su momento, en él falleció, en una triste
tarde encapotada, en plaza de tercera y con una ganadería de escaso nombre, el
más importante diestro de la historia.
Pero 1920, tal y como nos desvelan los autores, no fue sólo
un año trágico; aunque es cierto que fue año de cierto desencanto, de cierto
hastío, de cierta pesadumbre. José, como Juan, se veía constantemente apremiado
–casi hasta perseguido- por su propia fama, por la misma gloria de sus hazañas
de tantas tardes, y por ello, los públicos, siempre inmisericordes y con
pretensiones cada día crecientes, le exigían cada vez más, sin tener en
consideración ni sus estados anímicos, ni las circunstancias ambientales o
personales, ni las condiciones de las reses a las que se enfrentaba.
La de 1920, además, fue una temporada atípica para el
sevillano, pues hubo de comenzarla en tierras americanas, en Perú, en cuya
plaza de Lima (la más que tricentenaria plaza de Acho) lidiaría durante el
invierno entre 1919 y el año fatídico. Tierras americanas que jamás antes había
pisado y que hubieron de suponerle nuevos triunfos y mayores glorias, tales
como antes nadie había conquistado en el particular mundo de la tauromaquia. Volvería
a España a continuación para comenzar la temporada nacional en Sevilla, el
domingo de Resurrección. ¡Vaya cartel el de aquella tarde! José, Juan, el
valiente Sánchez Mejías y el incomparable Chicuelo.
Solamente el ganado desdijo de aquella ocasión, preparada para mayor gloria del
arte del toreo. Y de ahí hasta su muerte, diecinueve corridas más; veinte
festejos en total para redondear con la fecha en un arcano trágico.
(Colección personal) |
Tampoco fue una temporada más, pues a pesar del cierto
desencanto de sus comparecencias madrileñas, o alguna de las sevillanas, los
éxitos se repitieron por doquier pisaba. Sólo el mal uso de los aceros, que
tantos disgustos le costara a lo largo de toda su carrera, le privó de mayores
reconocimientos populares. Los cortes de oreja –o incluso rabos- abundaron
incluso en los cosos más exigentes: en Madrid una oreja en la Corrida de
Beneficencia el 5 de abril; en Sevilla otra el 28 del mismo mes; en Barcelona
dos orejas en la corrida del 6 de mayo en la Monumental; ¡ay si hubiera matado
siempre mejor! Hubo vueltas en muchas de estas apariciones en plazas de
primera, como las cuatro de Sevilla, o aquella de Madrid del 5 de mayo. En
Murcia cortaría dos rabos, uno y cuatro orejas en Játiva, trofeos obtiene en
Jerez, en Andújar, o en Écija. Su temporada se va desarrollando –con el
paréntesis madrileño- entre actuaciones memorables y alguna tarde de menor
relieve.
Su temporada se caracteriza por una inequívoca
transformación ya puesta en marcha en campañas anteriores. Su toreo ya no es
aquel de sus primeros años, heredero de tiempos pasados, culmen de la tauromaquia
decimonónica; ha evolucionado en consonancia a las nuevas formas. Los públicos
buscan nuevas emociones, más quietud, más exposición del diestro, más toreo
dominador y bello de capote y muleta. José –quizá por sus innatas cualidades
más que Juan- muestra una evolución en el arte como hasta entonces no se
concebía. Lean las breves reseñas de cada actuación en este libro y
comprenderán como ha ido evolucionando la tauromaquia en esta década
prodigiosa. Su toreo de capote se suaviza, se prolonga sobre sí mismo, ya no
despide los toros con el mismo alzamiento de manos que realizase en sus años
iniciales, a lo más se rematan los lances a la altura del hombro, porque es
preciso ligar aquéllos. No es raro que las crónicas nos narren cinco o seis
verónicas, dos de ellas superiores, como pudiera suceder hoy en día. Ya no son
capotazos aislados, sino faenas de capote, los quites ya no sólo consisten -en
muchos casos- en el lance para sacar al toro del caballo, sino que han de ser
completados con dos o tres pases más. Fíjense en positivo, cuando así nos lo
cuenta la crónica, o en negativo, cuando el narrador se queja de que José se
abstuvo de hacerlo o anduvo apático en el capoteo. Otro tanto, con mayor peso
específico, sucede con la faena de muleta. Antes de la época de José y Juan,
los pases se contaban por unidades: instrumentó quince pases, entre naturales,
de pecho y por la cara. Ahora no; la faena de muleta ha adquirido ya gran parte
de la personalidad y trascendencia que ahora reclamamos los aficionados. Los
lances se cuentan por tandas o series; se describe la sucesión de la faena, se
habla –por ejemplo- de cinco naturales seguidos, o se comentan los tres pases
de rodillas, seguidos de cuatro con la derecha, tres al natural rematados con un
molinete y uno de pecho. Capten, por tanto, en las interesantes crónicas que
siguen, este importante matiz que dará paso, con el devenir de los años, en las
faenas modernas de muleta. Y José torea en redondo tantas tardes... Ya no se
despide al animal en cada muletazo, se remata el lance según el canon clásico
–ahora sí hecho efectivo- para intentar ligarlo con el siguiente, y por ende,
dejando al toro colocado a la espalda del lidiador. José, en esto, es el
verdadero revolucionario, el diestro que empieza a comprender la necesidad de
ligar y de llevar al toro en redondo, el primero también que lo ejecute con la
necesaria continuidad y brillantez. Ejemplos sobran en las crónicas de su vida
taurómaca y a lo largo de las páginas del libro.
(Colección personal) |
Todo, inexorablemente, se fue cumpliendo para la
consagración del mito. Un torero singular, único, revolucionario, con un
dominio tal de toros y lances como hasta entonces no se había conocido, un
diestro alegre en las formas, trascendente en el fondo, que no rehuía los
alardes temerarios de valor –de ahí que abundara en el toreo genuflexo y el
agarre de pitones, en desplantes constantes, en gestos mirando al tendido-, que
era un prodigio banderilleando –especialmente al quiebro-, y que poseía un
enorme repertorio tanto con el percal como con la franela. Su única espina, la
espada, fue la que le privó de mayores triunfos muchas tardes, pero, no
obstante, tampoco era un desastre o un torero demasiado irregular –alcanzó a
matar con cierta seguridad y con un tranquillo que hoy no nos resulta extraño:
el salto a la hora del embroque para superar el pitón derecho de la res, tal y
como lo ejecuta hoy el Juli-.
En las páginas del libro podrá el lector encontrar, de la
pluma de dos buenos amigos y mejores aficionados, Javier Vellón y Vicent
Climent, el desarrollo pormenorizado de la última temporada de Joselito el Gallo. A modo de diario
podrá revivir el quehacer del maestro de Gelves, día a día podrá enterarse y
comprender lo que fue su postrer paso por ambos mundos, el terrenal y el
taurino. Pónganse en su lugar, admiren la capacidad vital del diestro, sus
esfuerzos, los sacrificios que el arte imponía a los de mayor fama, los viajes
constantes en ferrocarril, los compromisos con ganado de todas calidades y
cualidades, las corridas duras, las menos duras, los éxitos y los fracasos, que
de todo pudo haber.
El relato, obligado es, se detiene en todos los pormenores
que antecedieron y siguieron a la
tragedia talaverana. Nada se escapa a la vista inquisitiva de los autores. Se
contrastan fuentes, se valoran opiniones, se subrayan verdades y se matizan
versiones no presenciales. Se nos narra el suceso con exactitud forense. Se
aportan nuevas fuentes y se aquilata hasta el más mínimo detalle.
Para alcanzar el mito es necesario también contar con un
nutrido grupo de intelectuales que lo ensalcen, que hagan ver a la masa las
grandezas tantas veces ocultas a los que no se detienen a reflexionar sobre los
valores trascendentes. José los tuvo, los tiene aun, a Dios gracias, en Vicent
y Javier. Tras de la parte narrativa de los aconteceres de 1920, los autores se
sumergen en la trascendencia citada, en cómo se contempló, y utilizó, la muerte
de Joselito en su momento. En el
brillante capítulo de “La muerte como
escenario para la reflexión” nos llevarán de la mano para explicarnos cómo
se vivió el acontecimiento, cómo se extrapoló el suceso a la vida nacional,
cómo se interpretó, de una u otra forma, como metáfora, ejemplo o antítesis de
la sociedad española de esa segunda década del siglo.
(Colección personal) |
Y por último, en cuadros clarificadores se nos brindará la
información escueta de la temporada gallista de 1920 y lo que hubiera llegado a
ser… Hasta 93 corridas contratadas he llegado a contar que no pudieron
celebrarse ya con el ídolo.
Vicent Climent y Javier Vellón, o
viceversa, han realizado un gran trabajo, magnífico. Nos han acercado al héroe,
nos han puesto sobre la mesa, negro sobre blanco, la realidad del mito. Los
que, como ellos, nos consideramos gallistas de acepción y vocación, les estamos
agradecidos. Los que busquen el conocimiento preciso de la historia encontrarán
en estas próximas páginas un caudal inagotable de nuevas fuentes y de hechos
contrastados.
Javier Vellón y Vicent Climent no
son plumas desconocidas en el terreno de las letras, menos aun en el de las
taurinas. De sus plumas han salido incontables páginas bellas y precisas,
inteligentes y profundas. Son autores habituales en las crónicas de festejos levantinos;
desde su Castellón vital recorren año tras año innumerables plazas de toda la
geografía peninsular –y aun de allende los Pirineos- en la búsqueda de las
sinceras emociones que de tanto en cuanto departe y reparte el arte de la
tauromaquia. De sus inteligentes crónicas aprendemos todos cada día. Son, pues,
dos escritores mucho más que acreditados, y así lo demuestran de aquí en
adelante. Su visión de la tauromaquia, como nos ocurre a la mayor parte de los
aficionados, es coincidente; a poco que uno se detenga a pensar, a considerar,
a valorar –para lo cual han de tenerse bases suficientes, como es lógico-, se habrá
de coincidir en lo fundamental, y quizá en la mayor parte de lo accesorio, con
ellos. Siempre cabe una interpretación estética personal, pero no cuestionar
las raíces profundas del arte o la técnica del toreo y la exigencia de un toro
de lidia con mayúsculas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario