Desde hace
más de un siglo y medio se contempla reglamentariamente la posible devolución
de las reses que habiendo saltado al ruedo tengan algún defecto físico
ostensible, no cumplan con un mínimo de trapío, no fueran aptas para la lidia, o
no resultaran muertas al fin por el matador que hubiera de estoquearlas. Para
ello, evidentemente, se obligaba a las empresas a tener preparada para el
efecto, una piara de cabestros que, entrenados adecuadamente, envolvieran y
obligaran al toro a caminar de vuelta a los corrales de la plaza donde se le daría
la oportuna muerte.
El
Reglamento madrileño de 1880, el del Conde de Heredia Spínola, quizá el primero
con vocación de nacional ya que fue adoptado por una buena parte de las plazas
de toda España (en tiempos en los que aun muchas plazas disponían del suyo propio,
como El Puerto, Sevilla, Valencia, Barcelona, Málaga, etc.), decía en su artículo
22 que “En los corrales de la plaza habrá
una piara de cabestros, para que en caso necesario salgan al redondel
conducidos por dos vaqueros y se llevan al toro que, por defecto físico o
impericia del matador, no pueda morir en la plaza. En el primer caso, la
Autoridad castigará severamente al Veterinario que antes del apartado haya dado
por buena y sin defecto la res”. Fíjense como, al margen del defecto
físico, se habla de “impericia del matador” ya que se consideraba entonces y
todavía lo seguiría haciendo mucho tiempo, que la condición de matador venía
dada sobre todo por el buen uso de la espada, suerte todavía definitiva y
fundamental en aquellas épocas. Y fíjense, también, en la severa sanción –no tenía
por qué ser sólo económica- al veterinario que hubiera permitido la lidia de
una res sin el trapío correspondiente o con defecto ostensible.
El
Reglamento de 1917, éste sí con más vocación nacional, al menos para las plazas
que hoy consideramos como de primera, en su art. 26, incluye un texto similar,
aunque quita la mención a la sanción al veterinario, que parece algo exagerada
a priori y que condujo a un sinfín de conflictos entre la Autoridad y los Colegios
de Veterinarios.
También el
de 1923 tuvo una inicial intención de llgar a ser nacional, aunque una
modificación de 1924 lo dejó limitado a las mismas plazas del precedente. En su
art. 33, también con un texto muy parecido al precedente, suprimirá el tema de
la impericia del matador, introduciendo sin embargo el siguiente párrafo: “por
haber transcurrido el tiempo reglamentario después del toque para matar sin
haberlo efectuado o alguna otra causa”.
Otro tanto
dirá el ya sí completamente nacional de 1930, en su art. 39, aunque éste, por
vez primera concretará el número mínimo de bueyes que tendrá la plaza: “una
piara, por lo menos de tres cabestros…”, cuestión que se repite, ya sin
modificaciones en el textop de 1962 (art. 80).
Los cabestros madrileños en acción |
El actual
texto nacional, de 1996 (y a su imagen y semejanza los textyos autonómicos en
general) se ocupan de ello en el artículo 61, comenzando por su necesidad: “En los corrales, el día de la corrida,
estará preparada una parada, por lo menos, de tres cabestros, para que, en caso
necesario, y previa orden del Presidente, salga al ruedo a fin de que se lleve
al toro o novillo, en los casos previstos en el presente Reglamento”. La
novedad introducida en 1930, de que al menos sean tres los bueyes que formen la
piara, es fruto de que en algunos casos el número no llegaba a este mínimo
exigido, al igual que sucede ahora en algún coso de mínima importancia. Sin
embargo, ya no se especifican las causas a priori, sino que se deja al
desarrollo del texto las situaciones en que habrán de salir los cabestros,
aunque básicamente siguen siendo las mismas: rechazo de la res por la
presidencia –fuere cual fuere la causa-, o imposibilidad –física o técnica- de
un matador para darle muerte, a la que se suma la moderna regulación del
indulto.
Un caso único, sin embargo, tenemos que
resaltar, en el que la colaboración de un actor imprevisto –y sin duda
improvisado- motivó una situación verdaderamente singular. El que fuera
presidente de la plaza de Madrid durante muchos años, Félix Campos Carranza, en
sus comentarios al Reglamento del 62, nos recuerda el insólito hecho, ocurrido
en Toledo el jueves 6 de junio de 1958. El suceso tiene fiel reflejo, también,
y entre otros medios, en la crónica que Antonio Díaz Cañabate escribiese en
ABC, al día siguiente, titulada “En Toledo: La memorable lucha del toro y el
camión”.
Páginas de huecograbado del ABC de 7 de junio de 1958 |
El texto, en páginas de huecograbado, y
con fotografías del gran Cano añadidas, decía así: “Como denunciaba ayer nuestro cronista
taurino, Antonio Díaz Cañabate, en la plaza de toros toledana, y durante
la corrida del Corpus, un camión de riego colaboró activa, pero
infructuosamente, con los mansos, en la tarea de llevarse al cuarto toro a los
corrales. Durante tres cuartos de hora, arremetió el bicho contra el camión, y
viceversa, sin que los toreros intervinieran, ni protestaran. Al fin, rendido,
resentido de las embestidas y topetazos, el animal pudo ser apuntillado. El público,
que en un principio siguió el incidente con regocijo, acabó por indignarse ante
un lamentable espectáculo que –hay que esperarlo así- no podrá servir de
precedente en los anales de la Fiesta nacional”.
El espectáculo fue lamentable, aunque es
verdad que su inicio fue regocijante; el camión, que era lo era del cuerpo
municipal de bomberos, llegó –incluso- a sacar la manguera y a enchufar un
chorro de agua hacia la res, que airada replicó a la ofensa. La pelea,
vergonzosa y exagerada, durante bastantes minutos queda reflejada perfectamente
en las fotos de Cano como ejemplo lamentable para la posteridad.
Al margen de este penoso ejemplo, aun
somos muchos los que recordamos el indulto del toro Velador, de Victorino
Martín, en la Corrida de la Prensa del 82 –celebrada el 19 de julio con lleno
absoluto, por cierto- en la plaza de Madrid, y la incapacidad de los cabestros
para devolverlo a los corrales durante casi una hora, durante la cual llegaron
a sacar hasta a un perrillo que lo acosó también sin resultados. Alguna que
otra vez hemos visto también a algún can haciendo de cabestro, no sólo en
Madrid, sino en alguna otra plaza aunque quede `para la memoria la valiente
actuación, aunque infructuosa, del mejor amigo del hombre en aquella famosa
ocasión; el mejor amigo del hombre, que no del torero, sin duda, que para
muchos profesionales parece que es –o quieren que sea- el antagonista natural
en el espectáculo: el toro.
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