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viernes, 2 de noviembre de 2012

Un tema marginal, los sobreros, y un hecho singular


Desde hace más de un siglo y medio se contempla reglamentariamente la posible devolución de las reses que habiendo saltado al ruedo tengan algún defecto físico ostensible, no cumplan con un mínimo de trapío, no fueran aptas para la lidia, o no resultaran muertas al fin por el matador que hubiera de estoquearlas. Para ello, evidentemente, se obligaba a las empresas a tener preparada para el efecto, una piara de cabestros que, entrenados adecuadamente, envolvieran y obligaran al toro a caminar de vuelta a los corrales de la plaza donde se le daría la oportuna muerte.


El Reglamento madrileño de 1880, el del Conde de Heredia Spínola, quizá el primero con vocación de nacional ya que fue adoptado por una buena parte de las plazas de toda España (en tiempos en los que aun muchas plazas disponían del suyo propio, como El Puerto, Sevilla, Valencia, Barcelona, Málaga, etc.), decía en su artículo 22 que “En los corrales de la plaza habrá una piara de cabestros, para que en caso necesario salgan al redondel conducidos por dos vaqueros y se llevan al toro que, por defecto físico o impericia del matador, no pueda morir en la plaza. En el primer caso, la Autoridad castigará severamente al Veterinario que antes del apartado haya dado por buena y sin defecto la res”. Fíjense como, al margen del defecto físico, se habla de “impericia del matador” ya que se consideraba entonces y todavía lo seguiría haciendo mucho tiempo, que la condición de matador venía dada sobre todo por el buen uso de la espada, suerte todavía definitiva y fundamental en aquellas épocas. Y fíjense, también, en la severa sanción –no tenía por qué ser sólo económica- al veterinario que hubiera permitido la lidia de una res sin el trapío correspondiente o con defecto ostensible.
El Reglamento de 1917, éste sí con más vocación nacional, al menos para las plazas que hoy consideramos como de primera, en su art. 26, incluye un texto similar, aunque quita la mención a la sanción al veterinario, que parece algo exagerada a priori y que condujo a un sinfín de conflictos entre la Autoridad y los Colegios de Veterinarios.
También el de 1923 tuvo una inicial intención de llgar a ser nacional, aunque una modificación de 1924 lo dejó limitado a las mismas plazas del precedente. En su art. 33, también con un texto muy parecido al precedente, suprimirá el tema de la impericia del matador, introduciendo sin embargo el siguiente párrafo: “por haber transcurrido el tiempo reglamentario después del toque para matar sin haberlo efectuado o alguna otra causa”.
Otro tanto dirá el ya sí completamente nacional de 1930, en su art. 39, aunque éste, por vez primera concretará el número mínimo de bueyes que tendrá la plaza: “una piara, por lo menos de tres cabestros…”, cuestión que se repite, ya sin modificaciones en el textop de 1962 (art. 80).

Los cabestros madrileños en acción
El actual texto nacional, de 1996 (y a su imagen y semejanza los textyos autonómicos en general) se ocupan de ello en el artículo 61, comenzando por su necesidad: “En los corrales, el día de la corrida, estará preparada una parada, por lo menos, de tres cabestros, para que, en caso necesario, y previa orden del Presidente, salga al ruedo a fin de que se lleve al toro o novillo, en los casos previstos en el presente Reglamento”. La novedad introducida en 1930, de que al menos sean tres los bueyes que formen la piara, es fruto de que en algunos casos el número no llegaba a este mínimo exigido, al igual que sucede ahora en algún coso de mínima importancia. Sin embargo, ya no se especifican las causas a priori, sino que se deja al desarrollo del texto las situaciones en que habrán de salir los cabestros, aunque básicamente siguen siendo las mismas: rechazo de la res por la presidencia –fuere cual fuere la causa-, o imposibilidad –física o técnica- de un matador para darle muerte, a la que se suma la moderna regulación del indulto.
Un caso único, sin embargo, tenemos que resaltar, en el que la colaboración de un actor imprevisto –y sin duda improvisado- motivó una situación verdaderamente singular. El que fuera presidente de la plaza de Madrid durante muchos años, Félix Campos Carranza, en sus comentarios al Reglamento del 62, nos recuerda el insólito hecho, ocurrido en Toledo el jueves 6 de junio de 1958. El suceso tiene fiel reflejo, también, y entre otros medios, en la crónica que Antonio Díaz Cañabate escribiese en ABC, al día siguiente, titulada “En Toledo: La memorable lucha del toro y el camión”. 

Páginas de huecograbado del ABC de 7 de junio de 1958
El texto, en páginas de huecograbado, y con fotografías del gran Cano añadidas, decía así: “Como denunciaba ayer nuestro cronista  taurino, Antonio Díaz Cañabate, en la plaza de toros toledana, y durante la corrida del Corpus, un camión de riego colaboró activa, pero infructuosamente, con los mansos, en la tarea de llevarse al cuarto toro a los corrales. Durante tres cuartos de hora, arremetió el bicho contra el camión, y viceversa, sin que los toreros intervinieran, ni protestaran. Al fin, rendido, resentido de las embestidas y topetazos, el animal pudo ser apuntillado. El público, que en un principio siguió el incidente con regocijo, acabó por indignarse ante un lamentable espectáculo que –hay que esperarlo así- no podrá servir de precedente en los anales de la Fiesta nacional”.
El espectáculo fue lamentable, aunque es verdad que su inicio fue regocijante; el camión, que era lo era del cuerpo municipal de bomberos, llegó –incluso- a sacar la manguera y a enchufar un chorro de agua hacia la res, que airada replicó a la ofensa. La pelea, vergonzosa y exagerada, durante bastantes minutos queda reflejada perfectamente en las fotos de Cano como ejemplo lamentable para la posteridad.
Al margen de este penoso ejemplo, aun somos muchos los que recordamos el indulto del toro Velador, de Victorino Martín, en la Corrida de la Prensa del 82 –celebrada el 19 de julio con lleno absoluto, por cierto- en la plaza de Madrid, y la incapacidad de los cabestros para devolverlo a los corrales durante casi una hora, durante la cual llegaron a sacar hasta a un perrillo que lo acosó también sin resultados. Alguna que otra vez hemos visto también a algún can haciendo de cabestro, no sólo en Madrid, sino en alguna otra plaza aunque quede `para la memoria la valiente actuación, aunque infructuosa, del mejor amigo del hombre en aquella famosa ocasión; el mejor amigo del hombre, que no del torero, sin duda, que para muchos profesionales parece que es –o quieren que sea- el antagonista natural en el espectáculo: el toro. 

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