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miércoles, 29 de mayo de 2013

Dos cajas de Valium

Madrid, 28 de mayo de 2013. Menos de dos tercios de entrada. 6 toros de El Ventorrillo, desiguales de presencia, mansos o muy mansos en varas, flojos y descastados, entre lo bronco, lo mular y lo aborregado. Sergio Aguilar, silencio y silencio. Miguel Ángel Delgado, ovación (aviso) y silencio (aviso). Arturo Saldívar, oreja y silencio (aviso).

Ya no caben mayores dudas. Esta vacada ha entrado definitivamente en el largo camino hacia el abismo. De las manos de Paco Medina a las de Fidel San Román –el imputado-, la ganadería perdió lo más importante que podía haber dilapidado, el bien más preciado de cualquier piara de lidia, la misma esencia de su existencia: la casta. Acuérdense de cómo salían los toros de El Ventorrillo hace una década, cuando aun se los rifaban los de más arriba, cuando los astados del hierro de Medina competían directamente con los de don Victoriano, El Pilar o Fuente Ymbro, pongamos por ejemplos más directos en el ámbito Domecq Solís. De aquello no nos queda sino triste y añorante recuerdo, cada vez más envuelto en la bruma del olvido, pero aun, entre los girones de esa niebla que va apagando las luces coloridas de un pasado más que interesante, se nos aparece luminosa la rememoración de algún buen toro del pasado. Hoy, convertida la vacada, a golpe de ladrillo, en quebrado escaparate de fiestas camperas, a ver qué sale, los toros de El Ventorrillo se han sumado a la legión de reses descastadas y mulares que no quieren ya las mal llamadas “figuras”, esos toreros que sólo pretenden bichos “que no molesten”, que “se dejen”, o que al menos salgan para otro lado sin incomodar al diestro, o a las cincuenta corridas que aún quedan por torear en estas temporadas preconfiguradas de hogaño.
Ayer hubo buena ración de ellas. Entre los burros, bueyes y mulos, se coló, es cierto, algún borreguito soso y sin clase, como el primero o el quinto, pero no crean que con la docilidad de antaño, sino –simplemente- sin malas ideas que poner en práctica, adocenado, entontecido y obnubilado animal, paradigma de la mayor parte de la cabaña –antaño brava- española (y no sé si también de una buena parte de los bípedos de la llamada piel de toro). Con tales mimbres se construiría –no la cesta salvadora del Moisés de la fiesta- sino la basta urdimbre de un nuevo fracaso, en el que sólo sobresaldrían las ganas, voluntad, populismo y tremendismo de un diestro azteca. Ganado para el matadero, sin paso previo por el coso glorificador, transgresor de la línea roja de la mansedumbre más evidente y palpable. Los seis animales saldrían sueltos de varas –alguno huido y con coces inclusas-, se dolerían sin excepción en banderillas, apretaban para dentro en los dos primeros tercios, se defendieron o se olvidaron de embestir en la muleta. ¿Cómo se habrá llevado a cabo la selección en la vacada? ¿Qué parámetros habrán servido para dejar con vida vacas y posibles sementales?


De lo poquito que vimos ayer de toreo, Sergio Aguilar en el primero (Foto: las-ventas.com)
Sergio Aguilar volvió por sus fueros de siempre… sempiterna mala suerte y frialdad absoluta, ¡qué pena, siendo un diestro tan capaz e interesante! Era el máximo atractivo del cartel y su figura pasó como un espectro por el lodazal venteño en que ayer dejó la granizada primaveral el ruedo de Las Ventas... con la impresentable Taurodelta en otras cosas. Su primero, Novedoso (534 kilos, colorado claro, ojo de perdiz, delantero y escaso de pitones –quizá mermados, quién sabe, como ya no se mandan a analizar…-), fue un manso, soso, flojo y descastado animal que nada decía. Un bicho que fue derribado por la vara del picador –en el segundo encuentro- sin que llegara siquiera a tocar el peto… ¡vaya fuerzas!, y que se quitó el palo en el primero. Es verdad que a Sergio le molestó el viento, quizá en mayor grado que a sus compañeros, pero no le vimos sino resignado a su sino, sin terminar de colocarse como en sus buenas tardes, aunque pasándoselo más cerca que cualquier otro diestro de esta feria isidril, elegante, pero sin transmisión, inteligente –pasándolo en lances sin ligazón-, pero sin estructura. Olvídense…, en conjunto no hubo nada porque tampoco había toro… aquello que se movía sin gas, ni fuerzas, al paso y con la cara alta, era un carnero disfrazado. Lo despacho de una buena estocada –de ejecución impecable-, algo desprendida, y un descabello. Menos opciones tuvo con el cuarto, Cañamón (556 kilos, castaño, y delantero), un mulo genuino hijo de burro y yegua percherona, que intentó –como lo haría el último- saltar la barrera por el 8, manso en varas y complicado en lo sucesivo. Saldría el madrileño con la montera calada, en imagen muy torera ya añeja e inusual en estas plazas de hogaño, porque no había nada que brindar… Lo llevó en algún lance de tanteo, porque la clase y la técnica no desaparecen como por ensalmo, pero el mulo no quiso ya más. Al paso, gazapeando, con la cara alta, las intenciones inciertas y medio viaje, colándose en cuanto pudo, el bicho no obedecía a los suaves y templados –pese al viento- toques de Aguilar, y acabó tirando tarascadas y derrotes al fin de cada atisbo de lance. Ni se entregó jamás, ni se divisó mayor sometimiento por parte del matador. Tres series y la de tanteo mostraron la inutilidad de aquello; a lo que puso fin el espada de otra buena estocada, asimismo levemente desprendida.


La buena estocada al que abrió plaza (Foto: las-ventas.com)
No fue mucho mejor el lote del sevillano Delgado, aunque al menos hubo un quinto con alguna posibilidad. El que saltó a la arena en segundo lugar fue un buey de nombre Garrochista (548 kilos y mucho menos trapío que el precedente con catorce menos en la tablilla, colorado ojo de perdiz y de ridícula cabeza), un bicho manso y huido en varas, que optaba por irse a cada paso en la muleta, a su aire, sin fijeza ni atención, siempre rebrincado en sus arrancadas, pero que por momentos tomó el mando del último acto, casi desbordando al espada. Coladas, brusquedades, caras altas y miradas por doquier, el bicho hubiera requerido un trato más severo por parte de Delgado, al que sólo se le ocurrieron los manidos derechazos y naturales de siempre. Así que sin torearlo, ni mandarlo apenas nunca, sólo aprovechando alguna vez el viaje de la res boyar, el joven sevillano se equivocó de terrenos (los de siempre, los medios), no templó lo preciso (en su contra Eolo, a veces soplando con fuerza) y dejó pasar el tiempo hasta escuchar un aviso insufrible… Una estocada por arriba, pero tendida, una coz y un desarme a un peón, y lenta agonía para terminar de rematar la “faena”. Bromista, el quinto, era un zambombo de poco cuajo, con 626 kilos a los lomos, negro y delantero de defensas. Un manso que iba y venía sin casta, ni clase, pero que al menos se movía cuando le llamaban desde la distancia… No sé si van cogiendo el aire de lo que ocurrió... En efecto, tras mansear en los caballos y dolerse –como todos- en garapullos, el mulo llegó a la muleta haciendo cómo que quería cuando le daban aire y espacio. No lo aprovechó Delgado en las tres series que tuvo, en un toreo periférico y lejano, quizá para alejarse del peligro del tornillazo con que remataba el lance el bicho a partir del tercer o cuarto muletazo de cada tanda. Se desplazaba el triste animal, sin mucha entrega –la cara a media altura y pocas ganas-, pero hubiera podido haber más. Todo acabó cuando el sevillano acortó distancias, y con la muleta atrás, exhibiendo pico, y sin desplazar al toro, optó por el nefasto encimismo. El animal dijo que nones, e impares fueron. Se ensució todo, el populismo no surtió efecto, y lo despachó finalmente de un pinchazo yéndose –en dos tiempos-, otros dos buscando también el cuarteo, un aviso, y sin cobrar estocada, un descabello.


Miguel Ángel Delgado en uno de los escasos lances que le sacó al quinto (Foto: las-ventas.com)
Si Manuel Benítez –y no sucedáneos modernos- tuviera sólo treinta años menos, se hacía el amo del corral, no les quepa duda. Ese toreo de saltos de la rana, giros en la cara, circulares y sobeteos constantes –con una muñeca como la suya- y con la mano izquierda que el cordobés tenía, hubieran hecho el mismo o mucho mayor furor en estos inicios del XXI que mediado el siglo XX. Fíjense que hoy se practica sólo al final de alguna faena y por algún contado diestro, y el éxito es indudable. Que para ello haya que destorear, o que necesiten un animal capitidisminuido, nada importa al público de aluvión que llena hoy las plazas. Seguro que a algún crítico al uso… incluso le parece “bonito”, y no sé si “largo”. Ese toreo tremendista, donde la apariencia es infinitamente más que la realidad, donde el artificio y la bambolla, el relumbrón y lo superfluo son más importantes que la ética y la honestidad de enfrentarse cara a cara y poder a un animal indómito, triunfa hoy sin el menor atisbo de duda. El Cordobés triplicaría hoy sus ganancias relativas porque al público de hoy lo que le gustan son los arrimones, los saltos del batracio, los giros en la cara del toro inmóvil para probarle por el otro pitón, la artificiosidad del muletazo por detrás, el que te metan el susto –sea éste real o ficticio-, más que ver torear, calibrar terrenos y posiciones, comportamientos o dominio de la situación. Lo importante es que haya unos “¡¡uuuuy!!”, más que olés, unos “¡¡bieeeeeen!!” largos y sonoros. Lo malo es que si retrocediese el tiempo para Manuel Benítez, no quedaba ni uno de estos modernos tremendistas; los borraría a todos del mapa –del orbe taurino- el diestro de Palma del Río.


Saldívar recibiendo en la muleta al tercero (Foto: las-ventas.com)
Arturo Saldívar, que salió con muchas ganas y voluntad evidente, recurrió ayer al tremendismo para cortar esa paupérrima oreja. Fue en su primero, tercero vespertino, Afrentoso de apodo (522 kilos, negro salpicado y engatillado de cuerna, y poca cosa en general), un toro manso que iba de lejos y se paró –como convenía al estilo buscado- en las cercanías, sin pasar, ni falta que haría. Eso sí, en cuanto se distanciaba un poco, el toro quería volver a embestir… pero no importa. Comenzó Saldívar de rodillas en los medios, para bajarle un tanto la cara y llevarlo en una tanda completa, periféricamente, siendo desbordado por la res en cuanto se levantó, paradojas del momento. Desde fuera y pasándolo despegado, le enjaretó otras dos a continuación con la derecha, más efectista que mandón, con escaso acople y menos profundidad, aprovechando, más que tirando del toro en redondo, siempre en paralelo y con el bicho a media altura. Sólo hubo una tanda con la zurda, de idéntica compostura, pero nos pareció que el bicho metía mejor la carita en tal tesitura. Nada. Visto lo visto, y que la faena había decaído notablemente, el azteca probó con el tremendismo encimista… y le sacó jugo a que el toro no se desplazase en las cercanías. Populismo en estado puro, unas bernardinas, sobeteo y alardes entre los pitones –o con estos a un lado de su cuerpo, lo mismo da-, y una estocada trasera le cosecharían la oreja trasegada.  Hubo muy poco toreo, tal y como le reclamaron bastantes aficionados, aunque el público recibió su buscada ración de “sustos”. No hubo ni atisbo de puerta grande en el sexto, Novicio (594 kilos, colorado ojo de perdiz y delantero), un manso, descastado y mular animal, bronco y con mal genio en alguna ocasión. Tuvo pocas arrancadas claras, tardeó más de lo corriente, y cuando iba lo hacía con brusquedad, ciego, a veces repitiendo tres arrancadas, pero sin claridad. Se fue apagando a medida que el espada acortaba de nuevo las distancias y aquello comenzó a ser insufrible. Y surgieron los primeros pitos… para que terminase con la pantomima. No hubo suerte, y el mexicano siguió y siguió, a medida que el toro iba a menos, sin colocarse ni cruzarse nada –que era cuando el toro se arrancaba-, cerrándose a tablas, en actitud semi-suicida, algo que ningún aficionado busca, ni pretende, en la tauromaquia. Ni con el susto conseguiría al fin mayores aplausos, más que de los espectadores más próximos, embargados por la cercana sensación. Una entera, atravesada por salirse de la suerte, un aviso, un desarme ulterior y dos descabellos pusieron fin al festejo.

Tardes así no hay quien las aguante, como uno tenga un poco de afición… Ahora que para el público de aluvión, dos cajas de Valium… Bien pensado puede que el festejo, en resumen, sea eso mismo: dos cajas de Valium para todo el mundo; para unos por los sustos recibidos y el nerviosismo creado; para otros porque te encrespan, te irritan y te crean ansiedad. 

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