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martes, 9 de agosto de 2016

Julio Camba, otro escritor gallego en defensa de la fiesta

De nuevo, en el fragor de lecturas veraniegas, me encuentro con sendos pasajes referidos a la fiesta de los toros, a la corrida moderna, y de la mano, una vez más, de un escritor gallego, región a la que, tradicionalmente, tan poco se liga con la afición a la tauromaquia.


Julio Camba es, sin duda, otra de las glorias gallegas de la literatura contemporánea. Periodista nacido en Villanueva de Arosa en 1884, sus inicios le sitúan en una posición anarquista, pese a proceder de una familia de clase media. Pronto su espíritu inquieto le haría escaparse de casa, embarcarse como polizón, rumbo a la Argentina, y contactar allí con grupos libertarios, con los que comenzaría a dar sus primeros pasos como escritor. A su regreso a la península colaboraría en el Diario de Pontevedra, para pasar rápidamente a Madrid, donde escribiría para El Porvenir del Obrero, El Rebelde (de su creación), o El País, donde permanecería hasta 1907.
En aquellos días inicia su actividad como cronista parlamentario en España Nueva, y sigue bastante ligado a medios anarquistas, pese a su independencia política y literaria, escribiendo con entera libertad, soltura, escepticismo crítico y llaneza. 
En 1908 vuelve a dar un giro sustancial a su faceta periodística, destacándose como corresponsal en Turquía del diario La Correspondencia de España, pasando luego por París y Londres (a cargo de El Mundo), y después en periódicos como La Tribuna (1912) donde también conocerá la Alemania de la preguerra. En 1913 comienza su prolífica colaboración en ABC, alternando sus trabajos durante algunos periodos con los de El Sol (1917-27), y pasando largos periodos en Roma o Berlín, o Nueva York allende el Atlántico.
A la vista de los acontecimientos políticos en la II República, Julio Camba decide posicionarse en el bando nacional, y seguirá escribiendo en periódicos como el ABC o La Vanguardia (entonces Española de apellido) hasta su muerte en Madrid en 1962.




Puede decirse que, tanto en sus ideas políticas como en su estilo literario, Camba fue un espíritu libre, uno de esos librepensadores de los que hoy carece en tan buena medida nuestra sociedad, que siempre, a pesar de la evolución sufrida, escribió y dijo lo que su conciencia le marcaba. Y lo hizo siempre con un espíritu fresco, original, no exento de esa fina ironía crítica que también poseía su paisano Wenceslao Fernández Flórez, a veces teñida de, no pesimismo, sino consternación por el mundo que le rodeaba, de lo que su agudo ojo crítico le delataba. 
España y los españoles, Europa en el periodo más convulso de su reciente historia, pasarán por su pluma desde todo tipo de puntos de enfoque; todos ellos, sin duda, originales. Sus notables inteligencia y capacidad de observación sabrán buscar siempre orientaciones insospechadas, lecciones –poco evidentes en ocasiones porque no intenta ni adoctrinar, ni dogmatizar- de profundo calado. Su pluma, cual bisturí, disecciona la realidad y halla en lo profundo del ser de cada instante un elemento novedoso, descubriendo una faceta a veces inesperada de su auténtica realidad. Y todo ello aderezado, repetimos, de una elegante ironía, un sano sarcasmo y un trasfondo que nos hace meditar. No por nada se codeó, trato y trabo amistad con la intelectualidad más encumbrada de su época, como Ortega, Marañón, Pérez de Ayala…, o el mismísimo Juan Belmonte.
Es en este último aspecto en el que hoy nos detenemos un poco más. Camba fue aficionado a las corridas de toros, quizá no fuera un apasionado, pero entendía, acudía y analizaba el espectáculo en profundidad. Sus crónicas están cuajadas de referencias taurinas, aunque tengan tan poco que ver con ellas como el carácter de los berlineses (y no hablamos en términos metafóricos, sino reales).




En dos de sus obras casi homónimas, Sobre casi todo y Sobre casi nada, editadas en 1927 por vez primera (reeditadas en 1934, ediciones que utilizamos nosotros), saldrán a colación sendos artículos en los que Camba defiende el carácter de la fiesta de los toros; en una de ellas, como le sucedería a su paisana, la Pardo Bazán, a raíz de un ataque de pluma extranjera; en la otra, analizando el carácter del público aficionado a la fiesta.
En el primero, a raíz del ataque de un escritor inglés, y so pena de una sátira (bastante instructiva, por cierto) sobre San Jorge y el dragón, Camba nos desvela las pulsiones que se ocultan tras el mito –adoptado por la Gran Bretaña, pero tan vivo en Aragón, Cataluña y distintas regiones meridionales francesas como aquellas septentrionales-, criticando la gratuidad con que el britano exige la desaparición del toro de lidia como elemento no natural de la fauna. Dice el escritor inglés, y en ello no podemos contrariarle, que el toro de lidia es el fruto de la selección a través de los siglos, de distintas reses vacunas caracterizadas por su comportamiento. Verdad inequívoca, tanto como lo es la enorme variedad de razas de ganado bovino de cualquier tipo, las caninas o mininas y tantas otras razas de ganado doméstico o semidoméstico, que no gozan de la libertad y crianza semisalvaje y natural de la que goza esa meta-raza que suponen los distintos encastes del toro de lidia.
Basado en tan cierta como peregrina observación, el protector de animales cataloga, pásmense ustedes, a los toreros como ¡¡asesinos…!! Lo mismo que si nosotros, por la caza del zorro, o por su afán paisajístico en los jardines, les tildáramos de genocidas o torturadores de plantas… La estupidez no conoce fronteras.
Camba le da la vuelta al argumento, y defiende que las corridas de toros, argumento no novedoso pero sí interesante y frescamente expuesto, suponen la liberación de las pulsiones negativas que se encierran en el corazón humano; del pecado contra sus semejantes; como el dragón, que encarna al demonio, acechaba la pureza angelical de la princesa hasta que San Jorge vence a la tentación, al pecado, y lo mata para mayor gloria de Dios. En Inglaterra, añade, el capitalismo teñido de liberal, crea pobres y ricos, y a los primeros la ausencia de ayudas sociales los condena a muerte. Aquí, satiriza Camba, no hace falta crear pobres porque tenemos los toros para purgar nuestras pulsiones, nuestros instintos más negativos, y es el torero el héroe popular –como San Jorge- que acaba, en un rito bien definido y litúrgicamente casi perfecto, con ellos. "Desengáñese el señor Smith. Hay que acabar con los males sociales, para lo cual, naturalmente, lo primero es producirlos, y así, una corrida de toros, moralmente considerada, viene a ser exactamente lo mismo que una fiesta de caridad", escribirá Camba. La gran diferencia es que tales fiestas de caridad palidecen frente a la brillantez y hermosura del festejo taurino, y ello, sólo ello, puede hacerlas menos morales para las pacatas mentes ultra puritanas reformistas.


Fotograbado de Blanco y Negro, 28-9-1919 con imagen aérea de la plaza, quizá tomada en aquel vuelo que refleja Camba
En el segundo artículo, Camba se hace eco de un suceso real, el sobre vuelo de una avioneta por encima de la plaza de toros de Madrid –que acabaría plasmándose, incluso, en cartel taurino-. El suceso, insospechado para aquellos tiempos, llenó de admiración a unos, y de indignación a la mayor parte. Quizá algunos criticaran al aviador, costumbre bien española, por contemplar el espectáculo sin haber pagado la correspondiente entrada… Camba, sin embargo, hace un fresco relato del acontecimiento, y su ironía, buscando la siempre fértil paradoja que le acompañaba en su escritura le hará decir: "En un instante, y a consecuencia del más ligero descuido, el aviador podía rodar por la arena mientras el torero, proyectado por el toro, fuese a sustituirle en los aires...". Y más adelante, en boca de un compañero de localidad, pondrá en sus labios una sentencia que une a lo paradójico la gran verdad del toreo: "Va a tropezar y va a caerse. Las autoridades no deberían permitir ejercicios tan peligrosos", olvidándose del riesgo cierto e inherente a la lidia, pero evidenciando, sin decirlo, que las reglas del arte, la inteligencia, el valor y el dominio de sí mismo, hacen que el hombre triunfe de manera habitual sobre la muerte, sobre la naturaleza brutal e indómita que representa el toro.
El público, expectante, emocionado, teme que el aparato se venga abajo y cause alguna desgracia, y es ahí de donde Camba saca su artículo, esgrime su hábil disección interior. El público de toros no busca emociones gratuitas, se emociona viendo poner en peligro la vida de los lidiadores; no quiere desgracias, acude a la plaza a ver triunfante al torero, no busca más sangre inútil que la precisa en el sacrificio del toro. Es más, le achaca Camba, dos cualidades profundamente humanas, nada naturales, y mucho menos animalísticas, "Caridad y altruismo”. Porque, añadirá, "Si la vida del prójimo no le interesara al aficionado tanto como la propia, ¿de dónde iba a pagar el aficionado ocho pesetas para ver si el toro lograba o no quitársela?
Esta clarividente impresión que Julio Camba hace del carácter del público le hace afirmar que "todo aficionado a toros tiene un espíritu franciscano"; franciscano, ni más ni menos, estoico ante la adversidad, amante de la naturaleza, pobre de espíritu y entregado al prójimo… todo lo que se esconde bajo la doctrina y ejemplo del santo de Asís, nada menos… Y en cierto modo, tiene razón sobrada; el aficionado a toros es el mayor enamorado que puede existir del toro en el campo, del goce de la vida natural, de la dehesa; el aficionado, aun cuando pueda criticar al diestro, jamás busca su muerte (no como hacen otros), sino su bien, su triunfo, que éste manifieste esas condiciones humanas que le hagan sobreponerse a la naturaleza encerrada en ese círculo mágico y trágico de la plaza. El aficionado no quiere la crueldad innecesaria (de un puyazo mal encarado, por ejemplo), ni el derramamiento inútil de sangre (apenas se fija en ella, y cuando lo hace es para criticar el exceso en el castigo, el mal hacer del hombre que lidia), respeta al toro –como animal- tanto o más que el mundo de los profesionales que lo rodea y que los defensores de la animalidad, busca que el toro demuestre su máxima potencia, la mayor expresividad de su condición natural.
De ahí, concluirá, que la emoción que produjo el desconcierto del sobrevuelo del aeroplano, la inquietud de si llegaría a caer (esa misma semana se habían estrellado dos pilotos, capitanes de aviación, en Getafe, con la muerte de ambos), es un pleonasmo, una redundancia en suma, porque el público de toros ya tiene sus emociones cubiertas con lo que ve en el ruedo, sabiendo que el hombre está por encima de la bestialidad.
Dos aportes interesantes, sin duda, que nos fuerzan, de nuevo, a reflexionar sobre la fiesta de los toros; en esta ocasión de la mano y la pluma de un brillante escritor gallego: Julio Camba.

Julio Camba, “Sobre casi todo”. Madrid, Espasa Calpe, 1934. Pág. 226-8.
SOBRE LAS CORRIDAS DE TOROS


No he visto yo todavía en ningún parque zoológico esos pintorescos dragones que unen el apetito erótico al apetito gastronómico, y que, echando grandes llamaradas por los ojos y la boca, solicitan a diario para su desayuno las tiernas carnes de una doncella de la buena sociedad. Según autores muy ortodoxos, el dragón de Libia, a quien dio muerte San Jorge cuando iba a lanzarse sobre la hija del rey, no era tal dragón, sino un símbolo de las tentaciones y una imagen del demonio, lo que, lejos de empequeñecer la hazaña del caballero de Coventry, constituye su verdadera grandeza. Un señor inglés, sin embargo, presidente de una Sociedad protectora de animales –todos los animales, excepto los dragones-, le dice al prefecto de Policía de París, en una carta contra las corridas de toros, que los toros bravos no existen realmente, puesto que su bravura es una creación artificial y no un producto de la Naturaleza, y que por esta razón el torero, lejos de ser un héroe como San Jorge, es un vulgarísimo asesino.
La contradicción salta a la vista, ya que no se concibe fácilmente que haya en el mundo quien crea en la realidad de los dragones sin creer en la de los toros; pero nada más lejos de mi ánimo que la idea de equiparar a ningún torero con el patrón de Inglaterra. Lo único que yo quisiera sería demostrarle al corresponsal del prefecto de Policía de París que eso de poner un gesto caballeresco al servicio de una mala acción creando con cuidados exquisitos unas bestias feroces, sin otro objeto que el de desembarazar luego de ellas a la Humanidad, no es una paradoja tan española como a él le parece. Es, más bien, la paradoja universal, señor Smith, y es una de las más brillantes paradojas inglesas. ¿Qué más dará hacer toros para matarlos que hacer pobres para socorrerlos? ¿Por qué ha de ser más humano que el enfurecer a unos tranquilos y pacíficos rumiantes para, una vez enfurecidos, librar al mundo de su ferocidad, el convertir con análogos propósitos a tantos hombres infelices en rabiosos y desesperados?
Desengáñese el señor Smith. Hay que acabar con los males sociales, para lo cual, naturalmente, lo primero es producirlos, y así, una corrida de toros, moralmente considerada, viene a ser exactamente lo mismo que una fiesta de caridad. Convengo, sin embargo, en que existe una razón para que las corridas de toros le parezcan menos morales al señor Smith y a tantas otras personas que las fiestas caritativas, y es la razón sencillísima de que constituyen un espectáculo bastante más hermoso."

Julio Camba, “Sobre casi nada”. Madrid, Espasa Calpe, 1934. Pág. 155-7.
SOBRE EL PÚBLICO DE LOS TOROS


"La otra tarde, en la Plaza de Madrid un aeroplano pasó volando por encima de nuestras cabezas. Volaba tan bajo que su ala parecía rasar el tejadillo y, a la emoción que nos producía la lidia, vino a unirse así una segunda emoción: la de que el aparato, en una falsa maniobra, se abatiese sobre nosotros. ¿Qué más podría pedir una muchedumbre anhelante de emociones? En un instante, y a consecuencia del más ligero descuido, el aviador podía rodar por la arena mientras el torero, proyectado por el toro, fuese a sustituirle en los aires…
 Pero esta combinación no era totalmente del agrado del público, y los espectadores que, en su afán de apreciar el valor del torero, lamentaban, momentos antes, la mansedumbre del toro, protestaban ahora contra la audacia del aviador.
-¡Habrase visto!-decían-. Va a tropezar. Va a tropezar y va a caerse. Las autoridades no deberían permitir ejercicios tan peligrosos.
¡Extraña filantropía ésta que, de un modo tan inopinado, veíamos nacer en el alma de una multitud taurófila! ¿Será mentira el que la fiesta de los toros desarrolla la crueldad de aquellos quela presencian? ¿O acaso es falso lo de que la muchedumbre va a la plaza en busca de emociones?
Una exclamación lanzada por un vecino de tendido nos dio, en esto, la clave de la psicología del público.
-Si el aeroplano se cae -dijo el hombre- no van a quedar de nosotros ni los rabos…
Indudablemente, la multitud va a los toros en busca de emociones; pero para emocionarse, no tienen necesidad alguna de que peligre su vida, y le basta con ver en peligro la vida de los demás. ¿Egoísmo? ¿Ferocidad? Todo lo contrario. Caridad y altruismo. Si la vida del prójimo no le interesara al aficionado tanto como la propia, ¿de dónde iba a pagar el aficionado ocho pesetas para ver si el toro lograba o no quitársela? ¿Es que el riesgo del torero lograría producirle emoción alguna?
Yo me atrevería a afirmar que todo aficionado a toros tiene un espíritu franciscano. Para sentir hambre le sobraría con ver ayunar a alguien, y para estremecerse ante el peligro, ¿qué falta le hace el que un aeroplano amague sobre su cabeza, mientras haya en la plaza toros y toreros? El aeroplano de la otra tarde era para el público algo así como un pleonasmo con alas, y por eso el público, indignado, protestaba contra él."

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