La corrida iba por un auténtico
despeñadero. A las carencias del ganado, excepto en carnes y hechuras, se sumaba
una apática o incapaz actitud de los diestros, sumiendo al espectáculo en una
de sus simas más profundas, de aquellas de las que es casi imposible retornar,
el aplastante y bochornoso tedio. Arrastrado el quinto casi podíamos afirmar que
se trataba de la corrida más aburrida, fastidiosa y plomiza del ya patético
ciclo isidril de 2012. ¡Y ya es difícil! No hubo, en los cinco primeros, ni toros
ni toreros dignos de tal nombre. El trampantojo del trapío lucido por alguno de
estos modernos carriquiris -de origen
y encaste Núñez-, no era capaz de ocultarnos de la vista la vacuidad de su
condición de res de lidia, ayunos sus interiores de bravura, de casta, de
acometividad, y aun de la perseguida e insultante actitud colaboracionista de
la toreabilidad.
Los diestros, como contagiados
por el mal del hastío, no mostraban siquiera actitudes, no digo aptitudes… Ni
la torería consustancial de Frascuelo apareció ayer por su coso, por la plaza
que le adora, por la que bebe los vientos por su gracia singular. Garibay
anduvo con el jet-lag taurino, incapaz de sacar nada en claro de ambos
oponentes. Las ilusiones concebidas y puestas sobre los hombros de Javier
Castaño, se desvanecieron en el tercero… Nada hacía augurar, cuando las mulas
retiraban el cadáver yerto de ese Letrado
corrido en quinta instancia, que podría remontarse el festejo… Pero lo hizo.
El sexto, Flamenco, 633 kilos (Foto: las-ventas.com) |
Costó lo suyo, no fue fácil.
Pero, de repente, cuando todo parecía adecuarse al guión previo del festejo, a
Castaño se le ocurrió despertar de su letargo, erigirse en lo que desea la
afición madrileña, y tomar, por fin, las mismas riendas de la lidia,
abandonadas a su triste suerte hasta ese momento. Nada nos había ofrecido en
los lances de recibo al sexto, Flamenco
de mote, de 633 kilos, feo de hechuras y de distinta arquitectura a la de sus
hermanos, negra la capa y negros los augurios. El toro, como la mayor parte de
sus hermanos, campó a sus anchas, distraído y sin fijar en el primer tercio,
presagiando una versión de la capea en la que se había transformado la lidia de
los cinco previos. Tomó una primera vara, apenas refilonazo, suelto, entrando
corrido al caballo en chiqueros, sin que nadie lo evitara… Cabeceó dos veces en
el peto y salió suelto. Otro más… Pero, de repente, inesperadamente, apareció
el Castaño que deseábamos ver; decidió poner orden en el caos intelectual y
material del festejo; fijó al bicho a bastante distancia del caballo,
prácticamente en los mismos medios, y Tito Sandoval, uno de esos varilargueros
que aun reúnen condiciones para inscribir su nombre en el libro áureo de los
picadores, citó, desde su sitio, alegrando al toro, dando los pechos del
caballo, consiguió que se le arrancara el toro y le puso en hierro en los
rubios. Fue un encuentro fugaz, de un instante, sintió el hierro, cabeceó y
salió huido del envite. Castaño lo recuperó, volvió a colocarle en los medios,
si cabe un poco más lejos, y Sandoval volvió a hacer la suerte como emociona,
con gracia, donosura y verdad, y el bravucón volvió a arrancarse. La gente se
levantó de sus asientos, de su apatía y de sus bostezos. Era la suerte de varas
recuperada. Aun menos que el anterior encuentro duró éste, el toro volvió a
sentirse dolido y salió nuevamente suelto. El castigo aun era insuficiente, y
Castaño volvió a lidiar, a llevar al toro al platillo central y tras un recorte,
lo dejó nuevamente en suerte… Tito –con nombre de emperador romano de los
Flavios- citó e hizo la suerte como los cánones ordenan, y por tercera vez –sin
contar la de tapadillo en toriles- el toro se arrancó alegre al caballo. Hubo
un relampagueante encuentro, antes de dolerse al hierro y despedirse con coz
inclusa del peto. No era un toro bravo, era una suerte brava y un bravo al
picador y a su lidiador. La gente se puso en pie y ovacionó al varilarguero,
como lo hizo días atrás con Meléndez; debió dar, como debió hacerlo aquél, la
vuelta al ruedo, como lo hemos visto hacer antaño, aunque sea por el callejón,
a pie, agradeciendo los nutridos y prietos aplausos. El toro, un bravucón,
intentaremos explicarlo en entrada de días próximos.
La suerte de varas en su integridad (Foto: las-ventas.com) |
La corrida, por fin, había
comenzado. David Adalid, como en la última novillada y en la cuadrilla de Damián
Castaño, anduvo brillante en garapullos. Javier salió con la montera calada,
para qué abandonar el precioso y torero tocado, si no se brinda el toro. Todo
parece molestar a los diestros de hogaño…, la espada, la montera, las zapatillas…
Castaño intenta recuperar esa tradición de antaño, como en su día han hecho
otros diestros con regusto clásico. Hubo un interesante tanteo, con un soberbio
cambio de manos, por alto todo y en tablas. Sacó el bicho a los medios y creo
que ahí se equivocó. El toro no era bravo, ni siquiera tonto, soso o ñoño, era
un mulo que aparentó en varas como si fuera bravo, un bravucón sin casta. Aguantó
dos tandas a derechas. Hubo emoción y transmisión en ambas, lo llevó cosido a
la muleta, citando y colocado de perfil, pero largo y sometido al engaño, pero…
ya en la segunda le costó más terminar la serie porque el toro se empezó a
quedar y a protestar.
Con la zurda se vino la faena abajo; el exceso de tela en
el extremo de la muleta, que se rezagaba en cada lance de la panza de aquélla,
provocó que el toro siempre enganchase el trapo, ensuciando por completo el
trasteo, y eso que el diestro anduvo mejor colocado. El encimismo inútil fue
recurso para levantar de nuevo los ánimos del respetable, antes de apostar por
el toreo pueblerino que tan de moda está en los tendidos de sombra…, como en
los de sol. Un simple pinchazo, tendido, pero por arriba, y un descabello, sólo
le conseguirían esa vuelta… ¡Ay si hubiera matado…!
La fiesta, por fin, y a muy
última hora, había recuperado el pulso y la alegría de vivir.
El resto fue penoso. Frascuelo
nada hizo en su primero, un bicho bonito, manso, soso y descastado, al que no
supo cómo meterle mano y que se aplomó en seguida. Descolocado y sin ideas lo despenó
de media desprendida, sesgando. Tampoco vimos su proverbial torería en el
cuarto, un bicho engatillado y algo escaso de cuerna, que cumplió con el guión
del encierro, muy manso, soso y descastado. Hasta cinco entradas hizo a los de
caballería, para que lo acosaran en las últimas y recibiera el castigo
oportuno. Despegado siempre, desde fuera, Frascuelo optó por espantar moscas.
El toro no iba y al diestro le iba que no fuera. Casi media espada, por arriba,
con práctica cinegética le sería suficiente para verlo arrastrar.
El primero, Peluquero II, un colorado -casi melocotón- de 580 kilos (Foto: las-ventas.com) |
El mejicano Ignacio Garibay tampoco
hizo gran cosa en su primero, ni aun ese vistoso toreo con el capote que
siempre ha caracterizado a los diestros aztecas. El animalito, flojo, soso,
manso y descastado no decía nada, pero tampoco exigía las precauciones del
diestro, situado excéntrico en las suertes, abusando del pico muchas veces y
próximo al nihilismo táurico. Tres pinchazos bajos, cuarteando, otro más arriba
y una entera tendida dieron fin al segundo capítulo. Lo del quinto fue una
repetición de la jugada: el toro muy manso, algo brusco –este sí-, soso y
rajándose en cuanto pudo. El diestro no lució ni percal, ni franela, lo pasó en
paralelo, sin dominio, descolocado, sin continuidad y a veces sucio. Prometimos
que acabarían en chiqueros –tenemos testigos- y allí terminaron, para una
entera por los bajos, un barbeo por las tablas y un aviso postrero. El
benevolente público madrileño, pasó página y se guardó los pitos.
Castaño nos defraudó en el
tercero, porque esperábamos verlo como al fin apareció en el sexto. Mal en la
lidia de ese Peluso, otro que apuntar
a la lista de mansos, flojos y descastados, pero protestón y complicado, no
conseguiría templarlo en casi todo el trasteo. Sólo le vimos bien en la tanda
al natural, en que de perfil lo llevó mucho más limpio, mandado, largo y
corrigiendo parte de los defectos del animal. No sé por qué volvió a cambiar de
mano…, porque ahí volvería a las andadas. Sólo en esa serie estuvo claramente
por encima de las pobres condiciones del bicho, se impuso el toreo… al “pegapasismo”.
Se tiró con ganas a matar, cobrando una estocada por arriba –con desarme- y
fallando en un único intento de descabello. Menos mal que luego hubo emoción en
el sexto, despertándonos a todos y levantando la ilusión por la fiesta. ¡Hasta
el rabo todo es toro!