En mis lecturas veraniegas me he reencontrado con un añejo escrito, un brillante artículo, de Doña Emilia Pardo Bazán, la Condesa de Pardo Bazán. Ciento veinte años, nada menos, ha que fue escrito y parece que fue ayer. Fue la vitalista condesa una literata sin par, fecunda, inteligente, libre, feminista hasta el punto exacto, defensora de causas siempre nobles y española amante de su terruño galaico como sólo los gallegos han sabido serlo (aunque hoy abunde una ralea infecta que abomina... hasta de su propia esencia).
Periodista, ensayista, novelista, la pluma y la inteligencia convivieron siempre de manera armónica y natural en ella; incansable en su hacer epistolar y en su producción articulista; una mujer, en suma, de esas hechas a sí misma... pero de hace casi siglo y medio.
Tuvo, y no fue la única ocasión en que mojó su pluma a favor de la fiesta nacional, la ocasión de responder a un escrito que desde Estados Unidos de América le enviaron criticando a España so pretexto de las fiestas de toros y su supuesta barbarie. El artículo con que responde aporta un buen número de puntos de enorme interés, especialmente si lo situamos en la España de su momento, precisamente antes del desastre del 98, motivado, en gran parte, casi en exclusiva, por la intervención americana en los asuntos nacionales de ultramar.
En primer lugar, por ser de autoría femenina, cuando en nuestro país se tenía por "rara avis" a cualquier mujer que proclamara sus ideas en público, especialmente si tenían que ver con la política o el orden social. Pues recordemos, para una buena sección de incultivados radicales, que en la España de esos años son muchas las mujeres que, como la Pardo Bazán, intervenían en la vida pública a pesar de no haber logrado aun emanciparse socialmente del varón. Una mujer, además, escribiendo a favor de la fiesta, realzando la presencia femenina en la fiesta... ¡eso seguro que levantará ampollas en más de un radical antitaurino!, lanzando por tierra su tópico de que la fiesta es machista. La gran presencia femenina como publico, como afición, pero también como protagonista, ha sido, en muy buena medida, ignorada hoy y lo ha sido siempre.
Como bien recuerda la noble coruñesa, lo de matar indios Sioux era baladí; lo importante era atacar a España por la lidia de reses bravas... Unos Estados Unidos, a los que hoy nos rendimos con humillante delectación en lo cultural y en lo económico, que no dudaron en comenzar dos años más tarde una guerra contra la propia España, con afanes imperialistas, como antes habían hecho contra Méjico (cuyos territorios legítimos casi ocupaban dos tercios de la actual extensión de los USA), so pena de no sé qué agravios a los naturales cubanos y la vileza moral (más para ellos mismos y su propia historia) del auto-hundimiento del crucero acorazado Maine.
Siendo norteamericana la autora del panfleto anti-español, quizá, además, convendría recordar las pulsiones racistas que imperaban en aquellos momentos en una muy buena parte de la sociedad norteamericana, especialmente contra negros e indios, pero también contra inmigrantes de determinadas procedencias (chinos o italianos, por ejemplo...), de ahí que resulte muy convincente la tesis de la Pardo Bazán a favor de la fiesta. En efecto, efectiva y saludablemente, el espectáculo taurino da salida al anhelo "de lucha" en el pueblo mediante la lidia frente a un animal (no frente a otro ser humano), siempre supervisado y controlado por el poder político, que mitiga esa realidad social tan grave como la lucha entre seres humanos por cuestiones racistas. La fiesta ha sido, y sigue siendo, una válvula de escape de posibles tensiones, propiciada en sociedades como la nuestra mucho más tolerantes y abiertas que las anglosajonas, y que en Norteamérica derivaron en el exterminio casi absoluto de los indígenas, la segregación racial de negros (casi hasta nuestros días) o la exclusión de determinadas poblaciones inmigrantes (como los católicos, sin ir más lejos, aunque éstos ya se encuentren plenamente integrados en el sistema). Basta con mirar los informativos de hace tan sólo una semana en todo el mundo sobre los sucesos de Dallas...
El artículo de nuestra aristócrata -de tinta azul, como la llamó Carmen Bravo Villasante- no sólo está de plena actualidad, sino que rebosa frescura, ética, cordura y sentido común. Destaca lo enojoso de las discusiones nunca terminadas y siempre recomenzadas (y sobre los toros llevamos en España ya cinco siglos de polémicas), y la necesidad de empeñar nuestras fuerzas en asuntos de mayor humanismo, fijándonos, ante todo en nuestros propios problemas para con el prójimo (y no, precisamente, con los animales).
Desbarata por completo esa absurda tesis (tan viva hoy como hace siglo y medio a pesar de haber sido rebatida mil veces por sesudos intelectuales y millones de veces más más por la propia realidad) de que la fiesta hace a los espectadores brutales, bárbaros y sanguinarios (léase a los niños, por ejemplo, tesis de nuevo defendida por cuatro psicólogos de barra de taberna).
Precisamente, por ello, incide en las enormes diferencias que existen entre el alcoholismo y la afición a los toros. Desde el siglo XVIII, y sin ningún resultado por una parte, pero también sin haber aportado dato científico alguno para avalar tales tesis, los antitaurinos han venido proclamando que la fiesta es escuela de barbarie, de delincuencia y de asesinos. La estupidez, por más que inveterada, no deja de serlo. Ya hay quién con gracia, y aporte de esos datos, echó por tierra tales vanos argumentos... hace siglo y medio.
En efecto, es Miguel López Martínez, en sus Observaciones sobre las corridas de toros (Madrid, M. Minuesa, 1878) quien recoge el dato preciso. Al rechazar el falaz argumento de la asociación de tauromaquia y criminalidad, dirá textualmente: “Los datos que suministra la estadística vienen en apoyo de lo expuesto. Háganse comparaciones, y se verá que la criminalidad, fruto de la inmoralidad y de la barbarie, no es mayor en las provincias donde se dan corridas de toros, que en aquellas en que no se conocen. Véase la demostración en el siguiente cuadro que corresponde a la anualidad de 1863”, presentando a renglón seguido las estadísticas de presos en prisiones provinciales por provincias: ¡Lérida estaba a la cabeza por mil habitantes!
Pero ahí siguen coleando, como subyace en el escrito de la Sra. Lowell, el tópico típico. La fiesta, al parecer, se asocia con el analfabetismo y la delicuencia, cuando -como muy oportunamente defiende la Pardo Bazán, y hoy puede hacerlo cualquier forense o criminólogo- precisamente la delincuencia se asocia muy notablemente con el alcoholismo; sí, ese que combatía (con bastantes pocos resultados) la Sra. Lowell (todo hay que decirlo).
Fijarse, sin conocerlo en profundidad, sin haberlo analizado en detalle, en un espectáculo público como causa de todos los males de la sociedad es sencillamente estúpido. Además, basta con repasar las últimas (o las anteriores, o las precedentes, si quieren) estadísticas cuatrianuales que edita el Ministerio de Cultura de los hábitos culturales de los españoles, para comprender y ver perfectamente reflejadas en ellas, que el subgrupo de los aficionados a los toros, compran y leen más libros que la media de la población española, asisten a más conciertos, van más al teatro y al cine que la media, acuden a la ópera con más asiduidad que el conjunto de la población, y visitan más muesos y exposiciones que la media... ¡Vaya conjunto de analfabetos, ¿verdad?!
Pero los antitaurinos, sin embargo, se permiten incidir, una y otra vez, en el tema de la moralidad y la creación de una conciencia moral. Habría que preguntarse si el apoyo que muchos de sus individuos profesan al aborto, por ejemplo, o a tantas prácticas sexuales promiscuas, o al respeto de la propiedad privada o a tantas otras cosas, tiene mucho de moral... para cada cual. Entre otras cosas porque, como dice Savater, las lecciones de moral siempre son complicadas, porque la moral es algo muy personal, es en realidad libre y forma la personalidad individual de cada uno, e imponer otra distinta a una persona es un ejercicio de autoritarismo o totalitarismo inaceptable. Ese sentimiento de superioridad moral de los antitaurinos de todos los tiempos sólo nos lleva a pensar en un gravísimo y profundo complejo de inferioridad o a la falta absoluta de raciocinio, autocrítica o filantropía.
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La revista barcelonesa "La Ilustración artística" del 22 de junio de 1896 |
Precisamente, la falsa idea de "tortura" (termino en realidad es sólo aplicable a humanos -por el enorme componente psicológico que conlleva- y no a animales por no ser seres conscientes de ella) que supuestamente practican los aficionados sobre los toros (a través de los ejecutores, los diestros), es la gran falacia que planea siempre sobre el espectáculo. Y sin embargo, la Condesa de Pardo Bazán, desmiente todo ello en dos brillantes pinceladas. Por una parte porque resalta que en la tauromaquia se valoran otros componentes, y así los aficionados acuden a la fiesta a aplaudir y jalear principalmente "la delicadeza, la habilidad, el arte, la agilidad y la gracia, unidas a la serenidad que puede conjurar y dominar el peligro". Y, ojo, eso es un ejemplo de su capacidad para observar las cosas, cómo van evolucionando y en qué han de parar, en suma, por la modernidad del concepto en aquellos tiempos...
Y no quedan ahí sus sensibles y convincentes apreciaciones, porque defiende, con enorme naturalidad y relevante sentido de la realidad que es el propio aficionado, el espectador en las corridas de toros, el primero que critica la crueldad, la barbarie, la brutalidad con que algunos malos lidiadores realizan su labor: "el público español en ningún espectáculo es más intransigente con la barbarie que en la plaza de toros... en el tormento de los caballos, protesta indignado si después de gravemente heridos, por aprovecharlos se les quiere volver á hacer entrar en lidia. Las picas profundas y que despedazan al toro, los pinchazos inútiles, exasperan violentamente á la multitud".
Y aun más, destaca la brillante puesta en escena de la corrida de Beneficencia de aquel lejano 1896. Quizá como la última que pudimos contemplar en Madrid este mismo año 2016, 120 años después. Corrida de Beneficencia que es un ejercicio y escaparate del lujo social. Un espectáculo en contra -otra vez más-, de otro de los tópicos archimanidos de los detractores, la casposidad del festejo; un espectáculo, dicen éstos, para "paletos" y pueblerinos (como los que Podemos dice votan a la derecha en España), y sin embargo realzado por innumerables personalidades del mundo de la política, de la intelectualidad, de profesionales liberales, de los aficionados en general (con sus hábitos culturales más acendrados que el común del pueblo español) y con la presencia del rey emérito (o en otras ocasiones de distintas personas de la misma casa real española). Comparemos el lujo, el gusto, la vistosidad del espectáculo de 1896 con el que 120 años después ha vuelto a producirse con tan brillante resultado artístico. Todo ello refleja el mismo brillo, espectáculo atemporal frente a sobados tópicos arcaicos. Y todo ello sin necesidad de retrotraernos hasta el siglo XVI en que ya viajeros extranjeros cantaban el lujo, la grandiosidad, el inigualable esplendor de estos festejos de toros que daban en ser llamados "reales" por la presencia asidua de la monarquía.
Nadie mejor, venida desde la periferia galaica, para hacernos recapacitar, una vez más, sobre algo tan culturalmente intrínseco al carácter español (quizá ahí esté el problema...) que una de nuestras más ilustres mujeres: doña Emilia Pardo Bazán.
SOBRE LA
FIESTA NACIONAL
(La
Ilustración Artística, Barcelona, 22-6-1896)
"Hace días recibí de los Estados
Unidos - de donde han solido enviarme cosas más halagüeñas – unos artículos que
me dolieron lo mismo que si encerrasen alguna personal injuria. La injuriada,
en los tales artículos, era España, y el pretexto para injuriarla, las corridas
de toros.
Uno de los artículos viene
firmado con un nombre de mujer, Mary F. Lowell, señora que, según del mismo
impreso se deduce, forma parte de la Liga ó Sociedad universal de
templanza de las mujeres cristianas. El artículo se titula nada menos que La
bárbara y cruel España, ó La enseñanza de la juventud española explica
al verdugo Weyler: y entre
muchas y muy indignadas declamaciones contra la fiesta nacional, la señora
Lowell intercala un párrafo donde dice que si bien los españoles son casi todos
analfabetos, ó sea huérfanos de literatura, aún queda por aquí sicut
rari nantes, alguna gente sabia é ilustrada - literatos, artistas,
políticos - que se avergüenza de la presente situación; á éstos se dirige la
autora. Supongo, ya que me envía el artículo, que me cuenta en el numero de las
personas que por lo menos saben leer y escribir, y temo que desmereceré en el
concepto de la señora Lowell si, por ejemplo, describo sencillamente la corrida
de Beneficencia...
No hay cosa tan enfadosa, en el
terreno de la polémica, como discutir lo ya cien veces discutido, repitiendo
argumentos que rodaron por todas las mesas de café, siquiera sea en respuesta á
otros que están en igual caso. La tesis de la señora Lowell es tan vieja,
vulgar y manida, como lo sería el artículo donde yo rebatiese á esta señora
sacando á relucir y calificando como se merecen ciertas atroces costumbres de
su patria (las innobles peleas de hombres con perros de presa ó de hombres con
hombres, á puñetazos), ó recordando á la miembro de la Sociedad de templanza que
aquí no necesitamos tales Sociedades, porque el vicio brutal de la embriaguez
no domina á nuestra sobria raza. Ya que la señora Lowell lleva la cuenta de los
que en España no saben leer, que lleve la de los aguados, y le
mandaremos uno para enseñarlo allá por dinero. Quizás en aquellas tierras
resulte un fenómeno tan estupendo como Rama-Sama ó el gigante aragonés.
Aunque le parezca mentira á la
señora Lowell, el no saber leer ni escribir no pone ni quita á la barbarie en
las clases populares. El cerebro se desarrolla –quién lo duda - con la
lectura, pero es con la lectura como estudio y fuente de conocimiento, no
como ejercicio material análogo á la máquina de contar de los chinos, Y
en cambio, el alcohol ejerce siempre acción tan depresiva sobre el órgano del
pensamiento é influye tan desastrosamente en la herencia intelectual, que los
pueblos bebedores de agua tienen un 100 por 100 de probabilidades más de
producir individuos superiores, disminuyendo á la vez el numero de los locos y
la criminalidad.
* *
*
Nada más cómodo, en verdad, que
filosofías históricas del género de la que gasta la señora Lowell, Juzgar á una
gran nación, en conjunto y sin examen, por alguna de sus costumbres,
tradiciones ó fiestas favoritas, es un método de sencillez primigenia, y un
descanso para e! meollo, que nunca estimaremos lo bastante. En la bonita
zarzuela Pan y toros oye un viajante francés hablar de los rubios del
bicho, y apunta en su cartera: «Todos los bichos ser rubios, y ser
grandes como vacas.» Algo no menos cómico que la apuntación del francés es la
aseveración de la señora Lowell de que, por las corridas de toros, nuestro
pueblo se aficiona cada día más al asesinato.
Créame la señora Lowell, que
habla de los toros como podría yo hablar del trato que se da en Norte América á
los indios Sioux (acerca de los cuales he oído que son exterminados sin
piedad): yo he asistido á bastantes corridas de toros, y ni á la entrada, ni
durante la función, ni á la salida, he visto, no digo asesinatos, ni un mal
navajazo siquiera. Broncas y culebras en los tendidos sí las hay,
pero eso es la sal en el agua: duran un minuto y paran en risa - y ya casi ni
eso va habiendo-. ¿Sabe la señora Lowell dónde con más frecuencia se cometen
crímenes en España? A la salida de las tabernas; porque como jamás toda una
nación practica determinada virtud, también aquí se conocen devotos de ese dios
Baco, contra quien la señora Lowell ha creído necesario formar una Liga
universal de mujeres cristianas. Por algo decimos que
sobrevino
una
pendencia.
En esto pensaba yo al contemplar
el animadísimo espectáculo que presentaba la plaza de Madrid el día de la
corrida de Beneficencia, con tanto afán esperada y con tanto alborozo
acogida por el publico, deseoso de aplaudir á Rafael II, el torero de las
filigranas y de las monerías. Vea la señora Lowell como ni es tan fiero el
león, ni el espectáculo taurino tan bárbaro.
Si en esas luchas á mojicones y morrás
que se gastan por la tierra de la señora Lowell, lo que aprecia el
respetable senado es el rejo, el hercúleo vigor necesario para descuadernar una
mandíbula ó abollar un cráneo de un golpe, en nuestros toros lo que se aplaude
y jalea principalmente es la delicadeza, la habilidad, el arte, la agilidad y
la gracia, unidas á la serenidad que puede conjurar y dominar el peligro.
En las riñas á puñetazos, el
espectador grita ¡Hurrah! cuando el hombre le salta un ojo al hombre; en
los toros se aclama al torero con mayor entusiasmo cuando, arriesgando la
propia vida, salva la ajena - muchas veces la del afortunado rival, quizás la
del enemigo-. En esos momentos la fiesta nacional adquiere un carácter que no
vacilo en calificar de noble é hidalgo. ¿Qué es ver á un hombre caído, inerme,
á la fiera lanzándose contra él, despidiendo ardiente resoplido, bajando el
testuz para embestir, y á otro hombre, vestido de seda y hecho un ascua de oro,
tranquilo, sonriente, manejando con desembarazo la airosa capa, y de un solo
jugueteo de ese trapo bonito, de ese débil escudo de tela, desviando al
terrible animal, y salvando una existencia? ¿Pues qué, cuando para conseguir el
mismo fin, para proteger al compañero que yace allí á merced del bruto
irritado, el torero se agarra con ambas manos á la cola del toro, y le sujeta y
clava al suelo, mientras el derribado se levanta y huye? Revuélvese la fiera
mugiendo, queriendo desasirse; pero las vigorosas tenazas que lo sujetan no
sueltan la presa, aunque ya el burlador busca la manera de salir, ligero y
triunfante, dejando atónito al animal. El día de la corrida de Beneficencia,
alguien recordó, en el palco que yo ocupaba, una proeza de Guerrita. Tuvo
este diestro el refinado capricho de torear vestido de blanco, y el
aristocrático empeño, que casi puede llamarse femenil, de sacar el traje sin
una salpicadura de sangre, sin una mancha. Bien se comprende cuánta serenidad,
qué valor frío supone tal cuidado, tal preocupación de coquetería y de
limpieza, cuando el toro amenaza la vida y hay que evitar la horrenda caricia
de sus agudos cuernos. Pues bien: Guerrita se vio aquel día en el caso
de colear á un toro para impedir que fuese recogido y destrozado un picador.
Y el traje, la rica chaquetilla blanca abrumada de pasamanos de plata, el fino
calzón, la faja de seda, la pechera, todo salió cual la nieve, igual que al
entrar el diestro en el redondel. No sé cómo le haría yo comprender á la señora
Lowell que esto me parece, en vez de barbarie, helenismo.
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Repito que el público español en
ningún espectáculo es más intransigente con la barbarie que en la plaza de
toros. Lejos de complacerse, como afecta creer la señora Lowell (la que trata
de verdugos á nuestros generales), en el tormento de los caballos, protesta
indignado si después de gravemente heridos, por aprovecharlos se les
quiere volver á hacer entrar en lidia. Las picas profundas y que despedazan al
toro, los pinchazos inútiles, exasperan violentamente á la multitud. Si admite
todos los elementos dramáticos indispensables para la función, no quiere ver
ninguna crueldad inútil, ninguna mortificación que no sea estrictamente
impuesta por la naturaleza de la lidia.
Esto lo he observado mil veces.
Los toreros que se arriesgan á tontas y á locas, creyendo sustituir la destreza
con el valor ciego y temerario, reciben mil muestras de desagrado, insultos
mezclados con advertencias.
Una de las condiciones en que el
diestro Guerrita ha basado su celebridad, es la de poseer suficiente
maestría para ejecutar todas las suertes del toreo, acompañadas de muchos
adornos y perfiles delicadísimos, infundiendo en el ánimo del espectador la
convicción de que no será cogido, de que burlará á la fiera. La alegría que
infunde la presencia del maestro, á eso se debe en gran parte. Admiramos su
destreza y no tememos un trágico episodio. Le vemos retozar con el toro,
halagarle el morro con la mano, echarle puñados de arena, deslumbrarle con su
hábil quiebro, arrodillarse y esperarle impávido, parearle con las de á
cuarta..., y estamos tranquilos, porque creemos que no peligra una vida humana.
Si fuésemos esos bárbaros sedientos de sangre, esa turba del pollice verso que
pintan los amigos de nuestros enemigos de Cuba, estaríamos anhelando heridas y
muertes, agonías y horrores... Aunque parezca paradoja, diré que aquí la gente
sedienta de sangre son los adversarios de las corridas de toros (que no todos
están en la América del Norte, pues en España hay infinitos). Estos creen que
sí cuantos toreros existen fuesen corneados de firme en un día, se acababa la
fiesta... En efecto, el arbitrio parece seguro.
* *
*
Magnífico golpe de vista el de la
plaza el día de la corrida de Beneficencia. No cabía, como suele decirse, ni un
alfiler. En las localidades de sol, los millares de abanicos redondos imitaban
bandadas de gigantescas mariposas cautivas, que aletean por recobrar la
libertad. Un palco, en pleno sol, protegido por un toldo, lucía tres soberbios
mantones de Manila fastuosamente colgados de la baranda, el uno verde pálido
con extravagante flora roja, el otro negro recamado de blanquísimos floripones,
el otro blanco, con rosas de su color y grandes pajarracos verdes y azules; y
estos espléndidos trapos de Oriente eran como el pregón de las buenas mozas que
adornaban la delantera, peinadas de moño alto, cargada la cabeza de aromosos
claveles, con todo el trapío y la bizarría de las chulas madrileñas. Aquel
palco tentaba la paleta de un colorista. En la zona de sombra abundaba el
género fino, lo más encopetado del señorío de la corte, las damiselas de
mantilla blanca ó negra con peinetas y grupos de flor natural, los sombreros
enormes y atrevidos, aureolados de nubes de tul, que es la gran moda de este
año. A la barrera no se atrevieron á ir las aficionadas, aun cuando se anunció
que irían.
La luz y el color, el ruido y la
animación mágica de este espectáculo, que Teófilo Gautier calificó de uno de
los más bellos que puede imaginarse el hombre, son realmente más para vistos
que para descritos.
Uno de sus grandes atractivos,
para mí, es que pase al aire libre. El teatro actual, cautivo en recintos
cerrados (no lo entendían así los griegos), me agobia por lo impuro y viciado
del ambiente. El sol, la brisa viva y juguetona, el ligero zumbar de los
tendidos, el azul del cielo, tanto colorín, tan inmenso concurso, hacen de la
fiesta de toros algo que no se parece á ninguna otra fiesta.
No fue esta corrida de
Beneficencia, con todo su aparato, de las mejores: la inferioridad del ganado
deslució á Rafael, y si el panorama de la plaza era soberbio, la lidia
transcurrió lánguida y sin brío. Es imposible pronosticar, aun conociendo la
procedencia de los toros y las condiciones de los lidiadores, lo que será una
corrida. El azúcar y las claras, en punto, y el merengue, malo, se pudo decir
en la de Beneficencia. Otra sorpresa: un diestro sin aureola, que no sé sí por
modestia lleva con diminutivo un nombre ilustre en los anales de la
tauromaquia, fue el que cosechó palmas y laureles. Hablo de Lagartijillo, cuyas
dos estocadas fueron las de la tarde. Al oírse aclamar, el torero bajó la
cabeza, serio y confuso, y dio la vuelta á la barrera, más bien triste que
regocijado."
EMILIA PARDO
BAZÁN
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Lagartijillo |
Pd.:
El cartel de esa corrida de Beneficencia estuvo compuesto por nueve toros; tres
de la Viuda de D. Carlos López Navarro; otros tres de de la Viuda de Concha y
Sierra y tres más del Sr. Marqués de los Castellones; estoqueados por Rafael
Guerra, Guerrita; Antonio Moreno, Lagartijillo y Nicanor Villa, Villita. La plaza registró un lleno de
no hay billetes y la tarde fue muy buena.