Por Manuel José Pons Gil
Sirva como declaración de
principios: en mis vivencias de aficionado veterano he visto torear con la capa
de modo extraordinario, he admirado trasteos con la muleta sin parangón
posible, he visto practicar la suerte de matar de acuerdo a las normas
clásicas, indudablemente he admirado el comportamiento bravo y noble de muchos
astados, y en definitiva he disfrutado con corridas completas y aspectos
concretos de la lidia que a la postre conforman el sedimento de recuerdos
particulares que cada uno de nosotros lleva consigo, mas hurgando y rebuscando
en ese almacén privado no recuerdo un caso semejante de emoción profunda como
el experimentado a partir de las 11,30 horas del pasado domingo en el Coliseo
de Nîmes.
El anfiteatro de Nimes donde ha tenido lugar el histórico evento |
He acotado la hora de inicio pero
no he colocado un final pues obviamente las sensaciones citadas perduran en el
tiempo y son objeto de visualización interior todas las veces que uno quiera.
No aludo a las expectativas generadas antes de la corrida citada, pues como
gato viejo sé de sobra que todo lo que se pueda aventurar de un espectáculo tan
peculiar, aún en los casos en que parece que nada puede fallar, es trabajo
baldío.
El propio José Tomás habrá
toreado en ocasiones con capote y muleta aún mejor, qué duda cabe, pero un caso
de comunión entre el torero y el espectador tan sublime como el expresado
resulta no difícil, sino dificilísimo. No voy aquí a realizar una especie de
crítica de la corrida en cuestión, no es mi intención, pues ya se ha hecho, lo
que si pretendo es trasladar brevemente mis sensaciones de esa inolvidable
matinal.
El toreo, arte efímero por
excelencia, tiene desde ayer un nuevo hito que añadir a los que han conformado
su historia a través de los casi tres siglos de existencia de la que conocemos
como corrida moderna. Por no remontarnos a la noche de los tiempos, dentro del
siglo XX se han convenido como fechas claves del toreo, por ser un compendio de
todo lo visto hasta entonces, por ejemplo la corrida de los siete toros de
Martínez lidiada por Joselito el Gallo
en Madrid en julio de 1914, y más recientemente, la también actuación en
solitario de Joselito en Las Ventas
durante 1996; las faenas grandiosas que supusieron el inicio de una nueva forma
de concebir el toreo o su definitiva explosión: sirvan como botón de muestra la
de Belmonte en la corrida del Montepío de 1917, la de Chicuelo ante el toro “Corchaíto” en mayo de 1928 o las de Manolete en la sevillana feria de Abril
de 1941. Más adelante, la faena de Antoñete
ante el “toro blanco” en el San Isidro de 1966 (que tuve la fortuna de ver por
televisión, oh tempora…), las del
gitano Paula en Carabanchel en 1974 y en septiembre de 1987 en Las Ventas o las
grandes actuaciones de César Rincón en dicho coso en 1991, que siendo todas
ellas distintas, constituyen momentos inolvidables por la conjunción de
factores que les dieron dicha superior categoría.
No nos olvidemos del toro: por no
irnos más atrás, la llamada “corrida del siglo” de junio de 1982, también
televisada, o la propia corrida de Victorino Martín lidiada en la Feria de Julio valenciana
del 2000 son parte integrante de ese cuadro de honor taurino, y podríamos
añadir, cerrando este capítulo por no extendernos más, corridas de éxito como
la alternativa de Parrita en Valencia
durante 1945 o la corrida del Montepío celebrada en Las Ventas en el otoño de
1952.
Es muy complicado lidiar seis
toros en solitario: espadas como Juan Belmonte y Manolete jamás lo hicieron, precisamente por ser especialistas, lo
que con otras palabras se llama toreros cortos. Se debe tener un amplio
repertorio y estar muy preparado y concienciado para afrontar ese difícil reto.
Antonio Bienvenida, ejemplo de torero largo y conocedor de todas las suertes,
por una razón u otra no acabó de cuajar en los varios intentos que hizo al
respecto en su dilatada vida torera. El pasado domingo, en la capital del
departamento del Gard, José Tomás sí lo logró.
Estimo que el mejor escenario
para alcanzar dicho éxito fue precisamente el viejo circo romano de dicha
localidad francesa. La sensacional acústica del coliseo nimeño provocaba que se
oyeran nítidamente los golpes de las pezuñas de los toros en su arena, sus
bufidos y bramidos, y aún el jadeo de su respiración en los instantes previos a
entrar a matar el espada, como se escuchaban perfectamente las cariñosas voces
de este a sus oponentes y al personal de su cuadrilla, y sin duda los mensajes
de aliento que anónimos espectadores lanzaban al torero. El respeto y el
conocimiento del público francés por lo que allí se hacía contribuyó a esa
integración máxima con el torero, que me hace pensar que quizás en otros ruedos,
igual estoy equivocado, el éxito no hubiera sido tan rotundo. Y es que hasta la
propia música que acompañaba el paseíllo del “toreador” contribuía a ese paroxismo de la multitud, cuya alegría
era evidente. Allí no había ningún reventador, y si alguien acudió con esas
intenciones, pronto se dio cuenta de que era testigo de un acontecimiento
histórico. No se entenderá la historia del toreo reciente sin consignar la
mañana del 16 de septiembre de 2012 en Nîmes.
Todo lo que se hizo fue medido;
la lidia, llevada en gran parte por el propio matador, el toreo de capa,
variado en grado sumo, y con pasajes poco o nunca vistos, esto en alusión al
toreo a una mano en el cuarto; la franela, a ratos dominadora y las más de las
veces, acariciadora; la colocación, ritmo y duración de los trasteos de muleta,
la manera de ejecutar la suerte de matar, y como colofón, la manera de llenar
el escenario la mera presencia de José Tomás, cuestión extremadamente difícil
para cualquier artista, de la especie que sea. Las cuadrillas, perfectas. El
único pero, el poco fuelle de los dos últimos toros, pero justo es reconocer
que el primero y el sexto astado estaban mucho mejor presentados que la mayoría
de sus hermanos lidiados la tarde anterior. Y el indulto, si nos ponemos
ortodoxos, cuestionable, aún admitiendo la nobleza infinita del Parladé.
En fin, cuando un pintor recrea y
lleva al lienzo lo que más adelante se valora como una obra de arte, esa
calificación se logra ocasionalmente años más tarde y viene precedida muchas
veces de la incomprensión hacia el artista creador, cuántas veces, la historia
es testigo, ignorante de que ha pasado a la posteridad. En el toreo tal caso no
se suele dar, y lo que es cierto es que la tauromaquia desplegada por José
Tomás en la fecha antes citada supone un episodio que marcará en este siglo XXI
un antes y un después. Nada será igual a partir de anteayer, lo afirma convencido
quien disfrutó en un tendido como hacía años que no lo hacía. Gracias, torero.
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