No pretendo, Dios me libre, entrar en polémica sobre esta
cuestión con nadie. Pero como me creo en parte copartícipe del homenaje que ha
de rendirse a ambos colosos del toreo, un siglo más tarde de su presentación en
la antigua plaza de Madrid, por un lado, y por otro del centenario de la
alternativa del gran Joselito y el quincuagésimo aniversario de la muerte de
Juan Belmonte, por otro, me temo que he de salir a la palestra para anunciarlo
y defender su oportunidad.
La Comunidad de Madrid ha tenido el acierto
de rendir homenaje a Joselito y Belmonte, colocando sendos azulejos
conmemorativos en la plaza de toros de Las Ventas el próximo 28 de septiembre a
las 12.30 de la mañana.
Como todo el mundo sabe, José no llegó a actuar en
dicho coso jamás; fue erigido nueve años después de su muerte, inaugurado repentinamente
y sin haber concluido sus accesos en corrida organizada por el Ayuntamiento de
Madrid dos años más tarde –su alcalde Pedro Rico necesitaba la función como
campaña propagandista- para remediar la crisis motivada por el paro obrero, y
comenzó a funcionar de manera regular, sustituyendo al de la calle Felipe II,
catorce años después de la tragedia de Talavera de la Reina. Sin embargo, y
también como todo el mundo recuerda, Joselito es el gran impulsor de las plazas
monumentales en España, el que deseaba acercar la fiesta a todos –fuera cual
fuese su capacidad adquisitiva-, y por ello se encuentra en la génesis del
proyecto de la plaza monumental de Las Ventas, e incluso hay una foto –ampliamente
conocida- en la que se le ve discutiendo los planos con el propio arquitecto
José Espeliú.
Joselito y José Espeliú ("Mi paso por el toreo" de Rafael Ortega) |
Rafael Ortega Gallito en su libro “Mi paso por el toreo” (Madrid, 1980)
nos recuerda que: “En la calle Arrieta de Madrid, cercana al
teatro de la Ópera, donde vivió [Joselito] por última vez, habitaban con él mi
padre y mi madre. Me contaba mi padre que estuvieron con un arquitecto llamado
señor Espelín (sic, por Espeliú) durante bastante tiempo presupuestando y proyectando
plazas de gran cabida, que son ahora las Monumentales de Barcelona, Madrid,
Sevilla [ya desaparecida cuando se escriben estas memorias] y alguna más. Por
eso, cuando su mismo apoderado, o mi padre, le repetían a menudo que debía
cobrar más dinero, él contestaba:
“-Sí; si yo lo sé, pero esto va en
detrimento del público, porque tienen que pagar más por verme [igualito que
ahora hacen las figuras, añado yo].
“De ahí que cuando él firmaba en el
contrato de la corrida la cantidad que le parecía bien y adecuada, en seguida
advertía al empresario que no se le ocurriera subir ni una peseta más las
entradas porque no lo toleraría. Por ello, la solución que pensó fue construir
plazas monumentales donde cupiesen una gran cantidad de espectadores. De esta
forma se abaratarían las entradas sin ningún déficit para nadie y en beneficio
de la fiesta”.
Lo mismo que ocurre ahora, donde sólo
existe un torero capaz de llenar los cosos en tiempos de crisis…, entiendan la
ironía por partido múltiple.
Lógicamente, la muerte del más grande de los toreros habidos
hubo de retrasar el ritmo del proyecto, casi paralizarlo, pero la voluntad del
diestro de Gelves había calado hondo en la entonces Diputación de Madrid y
ésta, al fin, hubo de decidirse a continuar con el mismo. No fue sencillo,
desde luego. En su génesis había de producirse un intercambio de terrenos, la
colaboración con capital privado, superar un montón de escollos técnicos y
urbanísticos, desplazar miles de toneladas de escombros y de tierras que
cubrían la zona en que hubo de erigirse la plaza, quizá en un paraje poco
apropiado. No entraremos en detalles que puede encontrar el curioso en alguna
de las obras dedicadas a la plaza. Pero el impulso soberano –como aquel que
movió al asesinato del Conde de Villamediana al pie de las gradas de San Felipe-
vino de la recia voluntad y firme decisión de un diestro que quería difundir el
arte del toreo a una masa anhelante todavía por disfrutar del espectáculo al
máximo nivel. La decisión se tomó en 1919, cuando todavía disfrutaba de la vida
el gran Joselito el Gallo. La plaza
Monumental es obra de los arquitectos Manuel Muñoz Monasterio y José Espeliú y
hubo de iniciar su construcción unos años más tarde, durante la dictadura de
Primo de Rivera.
La plaza unos días antes de su inauguración de 1931, con los accesos aun por construir (Foto del libro del cincuentenario del coso) |
No cabe duda, pues, de que José se merecía, en Madrid, y en
Las Ventas, este sincero homenaje. Homenaje que, como un símbolo hacia todos aquellos
diestros que dieron su vida en la consecución de un ideal, en la creación de un
arte, en el noble enfrentamiento entre el hombre y sus cualidades y la
naturaleza indómita y las suyas, se le sigue rindiendo con un exiguo minuto de
silencio cada 16 de mayo en el propio coso, cuando ya casi nadie recuerda el
evento que lo motivara. Minuto que a todos los que pensamos en ello se nos hace
corto… y que algún indocumentado de los de siempre se encarga de interrumpir
antes de tiempo.
Pero no sólo por ello… Joselito ha sido y será el torero más
grande y largo de cuantos hayan existido. No saquemos, como tantas veces se
hace, fuera de contexto su manera de torear, de lidiar, de poder con las reses,
comparándola con las formas actuales; el que así lo haga –perdónenme- es un necio
“corto de alcances”. Tampoco Juan, ni los grandes toreros de la edad argéntea,
toreaban como hoy se hace. El toro, fundamentalmente, y la propia evolución
técnica han cambiado radicalmente aquel panorama que se vislumbraba en la
segunda década del siglo XX. José y su gran capacidad, su inteligencia, el
conocimiento que tenía de los toros, su técnica y su valor, su gracia y salero
sevillanos, hubiera sabido adaptarse perfectamente a estos y cualesquiera otros
tiempos, haciéndole alcanzar las mismas cotas que en su día lograra. No cabe la
más mínima duda. Hasta entonces, nadie recordaba un torero más completo y más
largo, más inteligente y de mayor número de recursos en conjunto; el propio Bombita sucumbió al impulso de Gallito III ó V, como quieran, Guerrita no había visto cosa igual, los
grandes diestros del momento –lean sus opiniones en el libro de Antonio García Poblaciones
(“Apuntes crítico-biográfico-estadísticos para
la historia del malogrado diestro José Gómez Ortega (Gallito)”; Sevilla, 1920), le
consideraban como el torero más completo jamás conocido y no sólo se lamentaban
–como es lógico- de su muerte, sino que les sorprendió de tal forma que algunos
tardaron en asimilarla.
Aun andaba así la plaza antes de 1934 |
Juan sobrevivió al shock que le
produjo la catástrofe. Se había hermanado tanto con José, había aceptado
sumisamente sus formas y maneras de tratar en el ambiente taurino, había
llegado a asimilar tantos conceptos técnicos de su toreo, que dependía de él
para tantas cosas… Y sin embargo vino a suponer el revulsivo necesario, el
punto de comparación, hasta cierto punto la antítesis del toreo de Gallito, que fue la pieza imprescindible
y definitiva para la evolución del arte. Sólo merced a lo que veía a Joselito y escuchando lo que el sabio de
Gelves le recomendaba, pudo desarrollar el verdadero concepto de su toreo,
enfrentándolo, en sus formas, al de su rival y compañero. Y lo fue porque supo,
como nadie, embeberse de las enseñanzas de José, ir adquiriendo esos conocimientos
y recursos que le eran ajenos en sus primeros años –así como José fue
aprendiendo de Juan una nueva colocación, un mayor interés por el toreo de
muleta, unas nuevas formas traídas por el de Triana-. Lo de Juan era, en sus
primeros años, y hasta cierto punto, un toreo “científico”, de prueba y error –con
batacazo de por medio y cogida subsiguiente en tantas ocasiones-. Juan Belmonte,
qué duda cabe, fue el más aventajado alumno de Joselito, con una personalidad propia, arrolladora en el ruedo y
fuera de la plaza, con nuevas formas y envoltorios para el toreo eterno. En
fin, no es hora de plasmar la importancia trascendente del toreo belmontino en
la evolución de la tauromaquia… pero, ¡ay!, si José llega a vivir sólo una
decena más de años…
Hay quien ha negado la
oportunidad del homenaje a Belmonte, la colocación del azulejo que acompañe al
de José. Y no puedo estar de acuerdo, claro. Es verdad que su muerte quizá no
sea el recuerdo más afortunado que podríamos celebrar… para eso, creo, están
los centenarios de su nacimiento (ya pasado) o de su alternativa, que es algo
así como la llegada a la vida activa, el nacimiento pleno de un diestro –algo que
tendrá lugar el año próximo, 2013-. Pero dado que en la primera de las fechas
nada se conmemoró en Madrid, ni le ligó a la plaza de Las Ventas, y que la
frágil memoria –siempre oportunista- de los políticos podía hacer naufragar la
idea u olvidarla por completo para el venidero, se ha juzgado oportuno recoger
en un mismo acto el sentido –y sencillo- homenaje a ambos protagonistas del
momento de máximo esplendor de la fiesta. Y no creo inoportuno el homenaje a Juan
si consideramos, como es bien sabido también, que fue él quien verdaderamente
inauguró el coso.
Después de la acelerada
inauguración del 17 de junio de 1931, aun con la plaza inconclusa, y de un par
de salpicados festejos especiales en 1933 (el 25 de mayo una corrida en honor a
las mujeres del Concurso de Miss Europa y el 13 de julio la primera Corrida de
la Prensa en este coso), la plaza comenzó su verdadera andadura como coso de
temporada, sustituyendo a la de Felipe II, el 21 de octubre de 1934, con un
cartel en el que figuraron Juan Belmonte, Marcial Lalanda y Joaquín Rodríguez Cagancho (que sustituyó al anunciado Manolito Bienvenida) frente a reses de
Carmen de Federico (antes Murube). El festejo anduvo anunciado para el 12 de
octubre pero hubo de suspenderse por el estallido de la huelga revolucionaria e
intento de golpe de estado socialista de aquellas fechas. Al fin se celebraría
con un éxito imponente, colgándose el cartel de “no hay billetes”, y -ojo a la
efemérides- con el corte del primer rabo que se otorgaba en Las Ventas. Lo
cortó, y de ahí que crea absolutamente justificado el homenaje, Juan Belmonte.
Joselito y Belmonte en Sevilla, en automóvil hacia la plaza (Colección personal) |
La corrida fue un triunfo
extraordinario de Juan, que reaparecía para la ocasión. Alfonso, en el periódico El
Liberal (del 23 de octubre de 1934), reseña el acontecimiento, aunque no le gusta el nuevo
coso... Destaca la presencia de la corrida: “Tiene tradición la feria bilbaína por el tamaño de
las corridas. El pleito de los ganaderos hizo que la de Murube que allí se iba
a lidiar quedara en los prados, y esa fue la que precisamente eligió Juan
Belmonte para reaparecer en Madrid. Una «buena moza», para que si existía, quedara hecha trizas la leyenda del becerro. Para
que nadie se llamara a engaño las fotografías de los toros, expuestas en
diversos lugares de la capital, llamaron la atención de los aficionados. ¡Era
-lo que se dice- una corrida para hombres! [...]”.
La expectación era, a su juicio, asombrosa: “Una multitud se apiñaba en la plaza Monumental, que
se inauguraba, para presenciar la reaparición de Juan Belmonte. Éste, al hacer
el paseo, fue acogido con una ovación estruendosa. En unión de Lalanda y
Cagancho salió a los medios para corresponder al cariño con que 26.000
espectadores acogían al artista que a través de los años continuaba siendo el
ídolo. Pronto Belmonte, con las exquisiteces de su arte soberano, demostró el
por qué la pasión se mantenía latente. Entre la expectación de todos abrió el
capotillo y dibujó cinco o seis verónicas de las que le dieron fama y le
hicieron millonario. Cuando puso digno remate a la obra con media verónica, el
público se levantó rugiendo en sus localidades. No era la leyenda ni la
tradición lo que hacía enloquecer a la multitud de entusiasmo. ¡Era Juan
Belmonte que estaba toreando! Y a continuación un tercio de quites
admirable. Juan, Marcial, Cagancho.
Las ovaciones se sucedían. El toro se «rompió» en el primer tercio y llegó muy
quedado a la muleta. La faena, sin embargo, fue valerosa. Belmonte a dos dedos
de los pitones, exponiéndolo todo, pudo dar algunos pases de los de su clase.
Un natural, un molinete, un afarolado, algún ayudado; pero todos ellos vestidos
con el ropaje belmontino. Una estocada en lo alto y ovación grande, vuelta al
ruedo y petición de oreja. Buen principio. Los aficionados
discutían en los tendidos. Todos estaban conformes en una cosa: ¡Mejor que
antes!”
Pero la
labor de Juan todavía subió de tono cuando, por fin, tuvo un toro-toro, uno
con las fuerzas y el trapío necesarios, enfrente, a pesar de ser un manso
redomado: “Y sin embargo, lector, si pierdes
unos instantes y me sigues, podrás ver que aquello no fue nada, porque Belmonte
guardaba para el cuarto las grandes manifestaciones y el esplendoroso brillar
de su arte único. El bicho huido, había hecho una mala pelea en varas. No se le
pudo torear con el capote. ¿Se iba a conformar el artista? Pronto los
semblantes recobraron el brillar de la alegría. Belmonte, solo en el tercio,
prendía al manso en los vuelos de su mágica muletilla y le hacía doblar en
cuatro ayudados por bajo suaves, templadísimos, sin que la figura del coloso perdiera su escultórico ritmo. Y el bicho ya no se fue. Quedó allí a merced del
dominio del maestro. Medio metro de terreno le fue suficiente para realizar la
gran obra que su musa inagotable le iba inspirando. ¡Plaza monumental!
¡Ilusos! ¿Qué significaban las veintiséis mil almas allí congregadas? Al conjuro
del artista no había nada más que una: la suya. Lo extraordinario, lo
monumental era él. Aquella multitud ebria de entusiasmo iba enronqueciendo de
jalear al torero. Al cuadrar el toro, Belmonte se dejó ir rectamente tras de la
espada, recreándose a placer. El acero se hundió centímetro a centímetro. El
animal rodó sin puntilla y se produjo un hecho extraordinario. El público quedó
mudo. Ni un grito, ni una palma. ¡Se hallaba extasiado contemplando al ídolo!
La inmensidad de la plaza se cuajó de pañuelos blancos. Las dos orejas, el
rabo. Aquello no había con qué premiarlo. La ovación estalló imponente.
Belmonte dio una, dos vueltas al ruedo. Los aplausos continuaban atronando el
espacio. Belmonte se dejó caer ocultándose en un burladero. La emoción le
ahogaba. Lloró. También las lágrimas se deslizaron por las mejillas de los
viejos aficionados. [...] ¿Inauguración de la plaza Monumental? ¡Ilusiones!
Una plaza muy chica para un torero extraordinario, monumental: ¡Juan
Belmonte!”.
¿Merece
o no merece recordarse y guardar un cálido recuerdo al que fuese inaugurador
del coso, cortase en él el primer rabo concedido y elevase el arte a sus más
altas cumbres? Yo creo que sí… (aunque quizá la fecha no nos recuerde nada) y eso que se lo dice un rendido “gallista”...
Rafael:
ResponderEliminarYo también creo que son merecedores de todo homenaje que a cualquiera se le pudiera ocurrir, como otros muchos, aunque de estos últimos habría que tener cuidado, porque al final puede que se llegue a homenajear a unos u otros siguiendo criterios partidistas. Como ejemplo pongo el caso de El Cordobés, un fenómeno social, un revolucionario, pero que en mi opinión, muy personal, creo que no aportó nada beneficioso para el toreo. Qui´zas este sea un caso extremo y controvertido, pero aplicable a otros muchos que se vistieron de luces.
Un saludo
Querido Rafael, soy firme partidario del homenaje a Joselito y Belmonte en sus aniversarios y me declaro abiertamente gallista en mi concepción del toreo. Quizá la frase más genial de su toreo sea la de "Al toro hay que darle leña desde que sale por los chiqueros". Otro momento histórico pero también otra tauromaquia.
ResponderEliminarConocimiento, decisión, técnica, valor y sobre todo una tauromaquia con sentido. Disfrutar de la belleza del toreo en el dominio del toro.
Nos veremos en el homenaje.
Andrés de Miguel