Con el sugerente
título de Camperas publicó en Córdoba –allá por 1927- Luis Ruiz de Castañeda y
Aguiar, un precioso libro de experiencias tanto cinegéticas como taurinas.
El libro, editado en
Córdoba por la Tipografía Artística (de la calle San Álvaro, 17), y que resulta
ya bastante raro en el comercio, está dividido en dos partes, la primera
dedicada a la caza, con capítulos tan evocadores como “Una montería”, “La caza menor”
o “De liebres”, y la segunda a la
tauromaquia campera.
Es a ésta a la que
habremos de referirnos, porque en su cuatro capítulos se nos hace extensa
relación de faenas de campo con el ganado bravo en los interesantísimos
capítulos que recogen los principales hitos del manejo y cuidados de las reses
bravas en el ámbito ganadero: “Destete y
herradero”, “Las tientas”, “Encajonamiento” o “Enchiquerado”. Sabor a campo andaluz que rezuma costumbrismo sano y
épocas en las que el ganadero era amo y señor en muy buena medida de la fiesta
nacional.
Se apoyará el autor
cordobés en ganaderos de la “tierra”, de la capital califal, de los que criaban
por entonces ganado serio, encastado, de raza, casi al pie de la misma mezquita
y catedral cristiana. Nombres de todo punto evocadores, Florentino Sotomayor,
Félix Moreno Ardanuy, García Pedrajas, Antonio Natera aparecen como eje
conductor de cada capítulo, cada cual con su propia idiosincrasia, todos con
personalidad, y en el trasfondo un común hacer en pro de la bravura y la casta.
Aun hace unos meses
mandaba yo el capítulo dedicado al continuador del encaste Saltillo a mi amigo
José Joaquín Moreno Silva, y sabía él reconocer en las frases de Ruiz de
Castañeda lo que en casa de su abuelo se hacía, incluso el nombre de algún
caballo o jaca y el de machos aprobados que han dejado huella en la vacada. Todo
ello da prueba de la veracidad con que se narran los quehaceres
–extraordinarios- pero habituales de cada una de esas experiencias camperas.
Pero antes de entrar
en materia, el autor nos evoca la figura del conocedor de Sotomayor, “El
Rubio”, con palabras que nos llevan a tiempos en que la afición primaba sobre
lo comercial, en que el campo centraba el gusto y el interés de cualquier
vaquero, a tiempos de vocación y de abnegado sacrificio, siempre recompensado
por los cuidados bien realizados. Permítanme recrearles lo que el autor canta
en alabanza de un oficio cada día más olvidado:
“Es “el Rubio”, conocedor de la vacada de
Sotomayor, uno de los hombres que, nacidos para el desempeño de tan delicado
cargo, acertó con el camino que a él pudiera conducirlo.
Muy niño, con trece años, entró de cabestrero en la antigua ganadería del marqués de los Castellones, que pastaba en las dehesas de “La Rinconada” y de “Los Cansinos”.
Su afición, siempre desmedida, y su comportamiento, de constante ejemplaridad, pronto lo llevaron a ocupar cargos y desempeñar oficios, cuya responsabilidad contrastaba con la exigible a un chavalillo.
Ascendido a garrochista apenas pudiera con el palo, su voluntad de hierro y su habilidosa compenetración con el ganado bravo, hicieron de él uno de los más afamados jinetes de la región, al que su seriedad, sereno valor y prudente gallardía, le depararon, inmediatas, halagüeñas proposiciones, que desoyó.
Encariñado con sus toros, siguió su suerte, y durante la permanencia del ganado en la marisma, su constante roce con inteligentísimos conocedores y su deseo de aprender más, completaron sus conocimientos, que al volver la vacada por tierras cordobesas eran absolutos.
Por entonces, el opulento labrador y ganadero don Florentino Sotomayor compró las reses bravas, y desde el primer día, al frente de ellas se colocó “El Rubio”.
Dotado de un memorión verdaderamente extraordinario, huelgan para él apuntes y registros.
En las gavetas de su privilegiada inteligencia, se archivan los nombres de todas sus reses: vacas y toros, becerros y novillas.
Con exactitud recuerda la descendencia de ellas, nota que obtuvieron en la tienta y calificación que alcanzaron en la lidia.
Sin recurrir a nada ni a nadie, afirma con probadísima certeza el año en que nacieron, número que se les concedió y cruza de que provienen.
Su libro de consulta queda reducido a un indescifrable manuscrito, mugriento y muy resudado, en que, a su modo y con rudimentaria taquigrafía de exclusiva invención, anota unos signos que quieren ser números y traza unas irregulares rayas, que, quirománticas, lo ilustran con firmeza tal, que al registro oficial de la ganadería cuidadosamente llevado, no cabe concederle mayor autoridad.
Hombre de pocas palabras, muy parco en ellas, habla sentencioso, con gravedad ocurrentísima.
Por imperio de su oficio ha recorrido España, visitando frecuentemente las plazas del mediodía francés.
Y es de ver a su regreso de Burdeos, de Nimes o de Beziers, mimadillo por las caprichosas francesitas, que lo encuentran muy interesante con su ceñida y vistosa indumentaria, por su gracejo y flamenca apostura, los vividos chascarrillos, que siempre muy serio y muy lacónico refiere entre los suyos, que curiosos le interrogan, durante las cortas veladas de la canícula cordobesa.
De por vida vistiendo el traje corto, siempre a caballo, diríase que a pie pierde la línea.
De robustas piernas, un poco arqueadas, de cuerpo cenceño y agilidad pasmosa, con proporcionada talla y recta musculatura, es el tipo clavado del garrochista andaluz, al que un capricho de la naturaleza, para distinguirlo más, dotó de rubia cabellera, que le da nombre, ya que los propios José Baena y Puntas, a fuerza de callarse, quedaron olvidados.
Para atender y vigilarlo todo, vive en “El Higuerón”, alegre cortijo ribereño, a que rodean las feraces fincas en que pasta la ganadería.
Cuando amanece, y antes, jinete sobre su poderosa jaca, pedazo del alma, todo lo recorre diligente.
Con verdadero arrobamiento llega al “sercao” “Las Pitas” en busca de las vacas, pasa a “Córdoba la vieja” para ver los novillos, baja al “Castillo” en pos de las becerras y vuelve al “Jiguerón”, en cuyos cerrados, bien delimitados, componiendo corridas, se cuida y se da pienso a los lustrosos toros que han de jugarse luego.
En el verano, cuando las vacas, en busca de agostadero, se van a la campiña, sin parar, cabalgando de noche, porque están lejos, las visita constante, aprovechando fechas que libres, le dejaran el continuado ajetreo acompañando corridas y la asidua atención que reclaman las que en el cerrado esperan. (…)”
Muy niño, con trece años, entró de cabestrero en la antigua ganadería del marqués de los Castellones, que pastaba en las dehesas de “La Rinconada” y de “Los Cansinos”.
Su afición, siempre desmedida, y su comportamiento, de constante ejemplaridad, pronto lo llevaron a ocupar cargos y desempeñar oficios, cuya responsabilidad contrastaba con la exigible a un chavalillo.
Ascendido a garrochista apenas pudiera con el palo, su voluntad de hierro y su habilidosa compenetración con el ganado bravo, hicieron de él uno de los más afamados jinetes de la región, al que su seriedad, sereno valor y prudente gallardía, le depararon, inmediatas, halagüeñas proposiciones, que desoyó.
Encariñado con sus toros, siguió su suerte, y durante la permanencia del ganado en la marisma, su constante roce con inteligentísimos conocedores y su deseo de aprender más, completaron sus conocimientos, que al volver la vacada por tierras cordobesas eran absolutos.
Por entonces, el opulento labrador y ganadero don Florentino Sotomayor compró las reses bravas, y desde el primer día, al frente de ellas se colocó “El Rubio”.
Dotado de un memorión verdaderamente extraordinario, huelgan para él apuntes y registros.
En las gavetas de su privilegiada inteligencia, se archivan los nombres de todas sus reses: vacas y toros, becerros y novillas.
Con exactitud recuerda la descendencia de ellas, nota que obtuvieron en la tienta y calificación que alcanzaron en la lidia.
Sin recurrir a nada ni a nadie, afirma con probadísima certeza el año en que nacieron, número que se les concedió y cruza de que provienen.
Su libro de consulta queda reducido a un indescifrable manuscrito, mugriento y muy resudado, en que, a su modo y con rudimentaria taquigrafía de exclusiva invención, anota unos signos que quieren ser números y traza unas irregulares rayas, que, quirománticas, lo ilustran con firmeza tal, que al registro oficial de la ganadería cuidadosamente llevado, no cabe concederle mayor autoridad.
Hombre de pocas palabras, muy parco en ellas, habla sentencioso, con gravedad ocurrentísima.
Por imperio de su oficio ha recorrido España, visitando frecuentemente las plazas del mediodía francés.
Y es de ver a su regreso de Burdeos, de Nimes o de Beziers, mimadillo por las caprichosas francesitas, que lo encuentran muy interesante con su ceñida y vistosa indumentaria, por su gracejo y flamenca apostura, los vividos chascarrillos, que siempre muy serio y muy lacónico refiere entre los suyos, que curiosos le interrogan, durante las cortas veladas de la canícula cordobesa.
De por vida vistiendo el traje corto, siempre a caballo, diríase que a pie pierde la línea.
De robustas piernas, un poco arqueadas, de cuerpo cenceño y agilidad pasmosa, con proporcionada talla y recta musculatura, es el tipo clavado del garrochista andaluz, al que un capricho de la naturaleza, para distinguirlo más, dotó de rubia cabellera, que le da nombre, ya que los propios José Baena y Puntas, a fuerza de callarse, quedaron olvidados.
Para atender y vigilarlo todo, vive en “El Higuerón”, alegre cortijo ribereño, a que rodean las feraces fincas en que pasta la ganadería.
Cuando amanece, y antes, jinete sobre su poderosa jaca, pedazo del alma, todo lo recorre diligente.
Con verdadero arrobamiento llega al “sercao” “Las Pitas” en busca de las vacas, pasa a “Córdoba la vieja” para ver los novillos, baja al “Castillo” en pos de las becerras y vuelve al “Jiguerón”, en cuyos cerrados, bien delimitados, componiendo corridas, se cuida y se da pienso a los lustrosos toros que han de jugarse luego.
En el verano, cuando las vacas, en busca de agostadero, se van a la campiña, sin parar, cabalgando de noche, porque están lejos, las visita constante, aprovechando fechas que libres, le dejaran el continuado ajetreo acompañando corridas y la asidua atención que reclaman las que en el cerrado esperan. (…)”
Seguirá el autor
metiéndose en faena. No habremos de detenernos mucho más en su interesantísima
relación, aportando infinidad de datos, de toros, de reatas, de caballistas y
de caballos, del discurrir de las faenas camperas y de los agasajos a invitados
y amigos, sin embargo déjenme sólo insistir en que todo ello se hace en torno a
ganaderías cordobesas que en su día fueron señeras, a veces soñadas por los
aficionados, siempre encastadas y con personalidad propia, alguna pastando en
míticas dehesas como la de “Córdoba la vieja”, antaño del califa Lagartijo,
donde se enseñoreaba esa vacada cruzada de Miura y Parladé de don Florentino
Sotomayor, que asustaba a los coletudos…
En el primero de los
capítulos, “Destete y herradero”, se
detendrá el autor en esa precisa finca, antiguo Real Sitio y Coto de caza de
los monarcas, para mostrarnos las operaciones que se practicaban en la
ganadería de Sotomayor.
En “Las tientas”
volverá el autor a los mismos pagos, para narrarnos, como si de agenda de viaje
se tratara, una tienta en plaza a la que acuden el célebre Guerrita –todo un
califa cordobés con su misma autoridad-, los ganaderos Natera, García Pedrajas
o Félix Moreno, una “trouppe” de toreros encabezados por un califa más,
Machaquito, y conformada por Camará, Algabeño –hijo- o Zurito, el caballista
Antonio Cañero, los novilleros Canela, Serranito, Cantimplas y Parejito, o los
bravos peones Guerrilla y Bejarano, Cerrajillas, el Gallo y Viruta, todos
acompañados del picador de toros Rafael Márquez (Mazzantini) –al que sustituirá
el hermano menor de Zurito y luego el Sevillano- y un sinfín de “aficionados”
que hacen tapia por ver si tienen una oportunidad de dar dos capotazos. Al que
los da con valor y gracia le premian los “señoritos” con unas pesetas que le
arrojan al capote… Apasiona leer la
pelea de una becerra, cárdena salpicada, “Escandalosa” por nombre, que toma
decenas de puyazos, se parte un pitón en la pelea, es acosada y derribada para
curarle el sangrante muñón, y aun después de lanceada para que abandone la
plaza, volverá –al contemplar de lejos el caballo del tentador- a acudir a la
pelea con bravura inigualable… desde fuera del coso. “El Rubio, emocionado, con lágrimas en los ojos,
no cabe en el pellejo”, nos cuenta el cronista. Allá irán pasando las que
obtendrán máxima puntuación en el cuaderno del escrupuloso ganadero,
“Alondrita”, “Portera”, “Bilbaína”, “Curtidora”, “Cubana”, “Palmera”,
“Olivita”, “Guerrillera”, “Morisca”…
Una “Tienta de
novillos” nos lleva al “Aguijano”, finca del criador Antonio Natera. Faena más
seria, selecta, silenciosa, donde no caben más que una docena de invitados y
donde se apuran los machos en la búsqueda del semental ideal. Por eso se hace
casi en secreto, huyendo de masivas afluencias que nos describe el autor de años
atrás. Dieciséis años ha la vacada pertenecía al marqués de los Castellones,
a quién se la compró Julio Laffite “para
aumentar la suya, de reses navarras” que fueron de los hermanos Lizaso. De aquel pasó
la ganadería a los hermanos Páez –vecinos de Almodóvar- y la parte de Francisco
–nueve años atrás- la adquirió Natera, sumándole reses de Patricio Medina
Garvey; en la redoma del alquimista hay tres sangres diferentes: la de las
reses navarras de Lizaso, las vazqueñas –con mezcla de Núñez de Prado- de los
Castellones y la sangre mulata de los de Garvey –con aportaciones vazqueñas, de
Hidalgo Barquero y alguna más-. La tienta se hace, una vez más, en la cerrada y
discreta plaza de tentar, dirigida por Zurito al que ayudan el ganadero, su
hijo y Manolo Barrera. Destaca la pelea de “Alfiletero”, “Comisario”,
“Cristalino”, “Chiclanero”, “Tortolillo”, “Melonero”, “Gargantillo” y
“Perdicero”, dos de ellos de notable reata y con antecedentes sobresalientes,
“Cristalino” y “Melonero”. Tras del almuerzo, nueva sesión con vacas y con
nuevos invitados, entre los cuales destaca Juan Belmonte, “que pasa el invierno en la suntuosa “Huerta de las Antas”, preciosa
posesión en la sierra cordobesa”. Pero no es fiesta de trámite, “A petición de Belmonte, se encierran con las
inocentes utreras, unas cuantas vacas viejas, muy chaqueteadas, que saben latín”,
y con las que el trianero se prueba. Ruiz de Castañeda nos narra al detalle la
intervención de Juan y la compara –sin parangón posible- con la de otros
aficionados o profesionales; no hay color.
Otra “Tienta de novillas” nos lleva ahora
hacia “La Torre”, la finca de Antonio García Pedrajas, a dos kilómetros de
Almodóvar del Río. Pedrajas “decidido a
comprar bueno, buscó entre lo mejor, pasando a su poder una crecida punta de
vacas procedentes de Parladé, que traslada a pastar en las hermosas fincas de
“Cortijo nuevo”, “Los Majadales” y “Mesas Altas”, cercanas a Almodóvar”. La
tienta ahora es campera, por el sistema de acoso y derribo, a campo abierto, y
para ello se forman colleras, con nombres famosos y no menos afamados caballos.
“Las novillas, en bien de la divisa, como
justificado premio al esmerado celo y lógica consecuencia de tan rigurosa
selección, van comportándose con sin igual bravura”. Luego vendrá el
refrigerio y la comida, y por la tarde, tras la picardía de unos chicos que
sueltan una becerra durante el festín, más faena. Destacan por su bravura "Campanita", "Jabata", "Caballera", "Corcita", "Resbalosa", "Hornera", "Confitera", "Amapola" y "Horquillera", que darán lustre y fama a la vacada del famoso criador cordobés.
Volvemos a los
machos en una “Tienta de novillos” de la ganadería de don Félix Moreno Ardanuy,
presidido el capítulo por el hierro de Saltillo. Camino de la tarea, ven desde
“el tren las vacas de los Cívico, que
pastan en “La Jurada”, “Los Cabezos” y la “Isla de San Pedro”, soberbias
dehesas de enorme extensión, que nos llevan hasta la estación de Palma en que
esperan los caballos”. Es allá en Palma del Río donde se encuentra “La
Mallena” y donde están los saltillos que esperan la prueba de sangre…
procedentes de otro cerrado, “Vega de las Dueñas” en el término de Peñaflor. Al
frente de la ganadería está el conocedor Manuel Avilés, de familiar saga de
vaqueros y mayorales. Como picadores actuarán el Sevillano y Chaves, que
sustituyen al no menos famoso Martín Toro. Todo aguarda el comienzo, y sobre
todo “los lustrosísimos y poderosos
becerros, cada año, cada vez más bravos y codiciosos ganan para su amo los honores
del aplauso, palmas nacidas al calor de un sentimiento de estricta justicia”.
Tras del almuerzo comienza la faena, a campo abierto una vez más; de los 57 novillos probados, “treinta descollaron por su bravura indómita, por su depurado estilo
y por su ingénita nobleza”. Y apunta los nombres –muchos de los cuales son
viejos conocidos de reatas con linaje- de "Lisonjero", "Charpito", "Botonero", "Viudito", "Cocinero", "Jazminito", "Leznero", "Granadino", "Cantinero", "Jimenito", "Gitano", "Bravío" y "Campasolo", cualquiera de los cuales podría quedarse como semental,
pero de los cuales sólo "Jazminito" y "Lisonjero" acabarían siéndolo “por la perfección de su trapío, su
inmejorable tipo, la distinción de su familia y la lucidísima actuación de sus
hermanos”.
Sigue a este reportaje
el del “Encajonamiento”, con un Cañero como figura indiscutible en la finca de
Sotomayor, sobre el que se detendrá el autor con prolijo detalle, nombrándonos
la cuadra al completo; y cierra el precioso libro, bien ilustrado de
fotografías, el “Enchiquerado”, para el cual sirve de ejemplo la corrida del hierro
de la Viuda (de Concha y Sierra, siempre) que tuvo lugar en córdoba el 25 de
mayo previo.
Precioso ejemplar, en suma, que en sus 255 páginas y
alguna hoja, nos acerca a la campiña cordobesa de aquel primer tercio del siglo
XX, y con ella a sus cacerías y labores con el toro bravo.
Buenas Tardes, soy la nieta del autor, gracias por su referencia y estoy a su disposicion
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