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sábado, 15 de diciembre de 2012

Novedades en torno al principio y fin de Francisco Montes, Paquiro (III)


La fatal cogida y el desenlace vital
No habremos de extendernos en el relato de la corrida (ya lo hemos hecho en ocasiones precedentes), pero sí dejar anotado que el percance le hizo perder varios contratos que ya tenía asimismo firmados para diversas plazas de la geografía nacional (A.H.P.M., Legajo 25.111 fol. 55-57; 58-60; 119-122), buena prueba de que había planificado la temporada como en sus mejores años. Tales contratos, como éste de La Coruña, han permanecido hasta ahora inéditos. Como no se trata de abrumar al paciente lector con infinidad de nuevos datos, que al fin y a la postre no modifican la biografía del célebre torero, sí al menos los resumiremos casi telegráficamente:

1.- Contrato para torear en Zaragoza. Firmado el 1 de mayo de 1850. Fechas de los festejos: 13 y 14 de octubre de 1850. Cuatro toros de prueba por la mañana y 8 por la tarde. Emolumentos: 38.000 reales y los gastos, por él mismo, un segundo espada, tres picadores y un sobresaliente, 6 banderilleros y un puntillero.


2.- Contrato para torear en Almagro. Firmado el 2 de mayo de 1850. Fechas de los festejos: 24 y 25 de agosto de 1850. Seis toros en cada día. Emolumentos: 32.000 reales más los gastos, por él mismo, un segundo espada, cuatro picadores y un reserva, 6 banderilleros y un puntillero. El contratista era Miguel Lillo, que fue contratista de caballos en Madrid.

3.- Contrato para torear en Alicante. Firmado el 13 de junio de 1850. Fechas de los festejos: 10 y 11 de agosto de 1850. Siete toros en cada tarde. Emolumentos: 42.000 reales, por él mismo, dos segundos espadas, cuatro picadores, 6 banderilleros y un puntillero.

La cogida de Montes siempre nos ha dejado con la duda de si fue, o no, la responsable de su muerte, varios meses después, en su Chiclana natal, el 4 de abril de 1851. La partida de defunción, que publicábamos hace años (“Algunas fechas para la pequeña y gran historia taurina”, en “Papeles de Toros 2. Sus libros. Su historia”, Madrid, Unión de Bibliófilos Taurinos, 1992; pág. 132), sólo nos aclaraba que Francisco de Paula Montes, propietario, “murió ayer de una calentura maligna, de edad de cuarenta y seis años y tres meses, Marido de Dª. Ramona de Alva, naturales y vecinos de esta  Villa, donde casaron” (Partida de defunción, Iglesia Parroquial de San Juan Bautista, Libro 19, folio 29). Ocho meses y medio nos parecía demasiado intervalo de tiempo como para poder asegurar que el percance madrileño fuera el directo responsable del deceso del diestro chiclanero. Pero un nuevo documento, publicado en revista médica de ese mismo año, ha venido a arrojar nueva e interesante luz sobre el particular.

Retrato de Montes y su esposa, Dª. Ramona de Alba
Se trata de un largo artículo –que habremos de reproducir- insertado en el Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia de noviembre de 1850 (Boletín de Medicina, Cirugía y Farmacia. Periódico Oficial de la Sociedad Médica General de Socorros Mutuos, Tercera Serie, 3 de Noviembre de 1850, Número 253, págs. 349-350). La cornada de Rumbón, pese a la apariencia de poco peligro por el lugar donde se produjo, estuvo a punto de costarle la vida a Montes en los días siguientes a ese fatídico 21 de julio. El doctor don Manuel de Andrés y Soria, cirujano encargado de su curación en la plaza y fuera de ella, así nos lo hace saber en ese largo escrito en que describe la evolución de la herida:

El 21 de julio del corriente año, á las cinco y media de la tarde, sufrió una cogida en la plaza de toros de Madrid el célebre Espa­da Francisco Montes, habiéndole causado el cuerno del toro, despitonado y con la punta astillada, una herida irregular, contu­sa y dislacerada en la parte interna de la pierna izquierda, su extensión desde la parte superior del tercio inferior basta el límite de la región de la rodilla, y su latitud más de tres pulgadas, por lo que se habían retraído los tejidos. Las partes interesadas eran tegumentos, aponeurosis, gemelo interno y parte del soleo. Pre­sentaba además el herido una rozadura en la mejilla derecha, y una leve contusión en la cabeza sobre el parietal. Se le curó en la enfermería de la plaza, dándole dos puntos de sutura entrecortada, aplicándole después las tiras de aglutinante y el apósito cor­respondiente; y al sitio de las contusiones unos paños de agua vegeto-mineral. Descansó un rato y fue trasladado en una camilla á su casa.
A las ocho de la noche le visité en ella. Sentía entonces, además de las lesiones expuestas, dolores en la nuca, región lumbar y muslos; efecto de la caída que sufrió, por haberle recogido el to­ro. Reconocido el apósito, advertí que una pulgada más arriba del maléolo internó había una cisura por la que fluía sangre, co­mo si se hubiese desprendido una sanguijuela y hubiera interna­do algún vasillo capilar. Aunque distaba dos pulgadas de la herida me hizo sospechar, si tendría comunicación con ella; por lo que traté de explorar la parte, mediante el estilete espiral, y la sos­pecha se convirtió en realidad, pues aunque no levanté el apósito para cerciorarme, el estilete se introdujo más que el trayecto de una á otra parte, con facilidad y siguiendo la misma dirección: apliqué más hilas y compresa sosteniéndolo con una venda. Hice entonces presente á los señores D. Juan Laplaza y D. Ale­jandro Latorre, que entre otros muchos señores tanto interés se tomaron por el enfermo, el estado de gravedad en que se encon­traba, no solamente por causa de la herida principal, sino por la lesión que acababa de reconocer; porque no creí posible gra­duar el destrozo que podía haber en este camino, atendiendo a que, según viene dicho, la punta del asta se hallaba astillada y alguna de sus partes era la productora de esta lesión; circunstan­cia que podía dar margen a serias consecuencias, pues fácilmen­te se hubiera podido interesar algún vaso, nervio, etc. También manifesté que, como profesor encargado de la enfermería de la plaza de toros, había llenado mi cometido, y por lo tanto podía en­cargarse del enfermo aquel profesor que más confianza le inspi­rase, a lo que se me contestó, que el enfermo y ellos eran gusto­sos de que continuase encargado con su asistencia.
Por lo tanto, establecí el plan que debía observarse. Lo prime­ro, siendo grande el numero de las personas que deseaban verle, previne que no se permitiese en la habitación más que las in­dispensables para su asistencia, y, además prescribí dieta absolu­ta, agua de naranja para bebida usual, cuatro onzas de mistura antiespasmódica en cucharadas, y fomentos de agua de vejeto a la pierna y sitio de las contusiones, habiéndose opuesto a que se le sangrase. A las once de la noche sobrevinieron escalofríos y comenzó la reacción; por lo que fue indispensable la sangría, ha­ciéndola en el acto, de ocho onzas.
Día 22. La noche fue inquieta, y a las nueve de la mañana se había manifestado completamente la fiebre traumática. Le moles­taban bastante los dolores en las partes contusas, con especialidad en la nuca; tenía además una tos frecuente, debida a un catarro que sobrevino por haberse mojado y secádose la ropa sobre el cuerpo, durante el viaje que acababa de hacer desde La Coruña a esta Corte; cuyo catarro había mirado hasta entonces con indi­ferencia. Aumentábasele la tos con la mistura, produciéndole ar­cadas; por lo que la suspendí, sustituyendo el jarabe de altea, y encargando que el agua de naranja fuese hecha en la de flor de malva: lo restante del día sin novedad. A las nueve de la noche se quejaba de pesadez en la pierna, y se hallaba infartado su extremidad inferior; por lo que separé la venda que había aplicado so­bre la cisura de que viene hecha mención, con la idea de ver el estado de esta, e igualmente por si el infarto era efecto de la compresión, que pudiese haber producido. Hallábase tumefacta toda la extremidad inferior, y la piel correspondiente a la cisura destruida y equimosada, fluyendo por ella un líquido sanguinolen­to. Las mismas consideraciones me indujeron a levantar la ven­da de la herida, pero no lo demás del apósito. En vista del esta­do que presentaba, y teniendo presentes las consecuencias que suelen sobrevenir en tales lesiones, cuando hay partes tendino­sos interesadas; mandé en vez de los fomentos del agua de veje­to el bálsamo samaritano.


Día 23. La noche inquieta, pero consiguió dormir algún rato; la fiebre no era tan intensa, la sed había disminuido, la tos se­guía pertinaz causándole algunas veces náuseas y resintiéndose mucho de la cabeza con las sacudidas que producía; la hin­chazón del miembro era mayor, y se habían presentado en algu­nos puntos de la circunferencia de la herida unas chapas rojas diseminadas, de carácter erisipelatoso. Prescribí una aplicación de 24 sanguijuelas, designando los puntos de la pierna donde se habían de poner, y que se favoreciese por medio de una cata­plasma emoliente la evacuación, y después previne que se apli­casen los fomentos constantes del cocimiento emoliente. Por el estado en que se encontraba la pierna, aunque había cedido un poco la fiebre traumática, debía inferirse la marcha que seguiría herida; es decir, que no era posible se uniese por primera in­tención, y de consiguiente lo menos malo era una gran supura­ción. Por su mucha extensión, y para poner a cubierto mi res­ponsabilidad médica, manifesté a los amigos inmediatos del enfermo, que era de absoluta necesidad celebrar una consul­ta, y que llamasen a los que fueren más de su confianza, de­signando las dos de la tarde para que hubiese tiempo de avisarlos. A dicha hora, en vista de la invitación que se les hizo, concurrieron los señores Obrador, Serrano, Escovar, y Salazar (D. Patricio), no habiéndolo hecho el Sr. Bastarreche por encontrarse indispuesto. Examinado el enfermo, se encontraba en el mismo estado que viene dicho, con la diferencia de haber tomado las chapas su forma de manchas y ser más manifiesto el carácter erisipelatoso, ocupando la mayor parte de la pierna y rodilla; se acordó levantar parte del apósito para reconocer el estado de la herida, cuyos bordes se hallaban muy tumefactos, fluyendo por entre los pun­tos de sutura y tiras de aglutinante un líquido sero-sanguinolento muy abundante por la parle superior, como si proviniese, de la corba. En vista de la gran tensión que había, se levantaron las tiras y se cortaron los hilos, apareciendo entonces los músculos interesados como macerados. Se procuró explorar el trayecto causado por la astilla de la abertura inferior con la superior, pero no fue posible por la inflamación que había. Examinado detenida­mente el enfermo por mis dignos compañeros, pasamos a celebrar la junta, en la que expuse breve y sencillamente, como viene ma­nifestado, la clase de herida, el destrozo que había ocasionado, síntomas que había advertido en las 40 horas trascurridas, y los medios de que se había hecho uso. Manifesté también que en aquel estado había además de la herida, una inflamación flegmonoso-erisipelatosa de la pierna y de la rodilla, complicada con un catarro pulmonar. Consideré el pronóstico de gravedad, tanto por ­la clase de tejidos interesados, cuanto por la gran inflamación que había sobrevenido, y por el catarro que estaba sufriendo el pa­ciente. En cuanto al tratamiento fue mi dictamen que debía insistirse por entonces en el plan atemperante y antiflogístico, el cual se modificaría según el curso del mal y síntomas que sobre­viniesen.
Estando conformes, respecto al destrozo que había en la herida, a los accidentes que habían venido á complicar el estado del enfermo, igualmente que al pronóstico , debe inferirse que el plan curativo se diferenciaría tanto en el modo de apreciar cada uno los accidentes propios o el estado en que se encontraba nuestro enfermo: así es que, sobre dos puntos principales versaron las reflexiones que se hicieron, exponiendo antes uno de los comprofesores todos los medios terapéuticos que debían observarse para el mejor éxito, sin olvidar la cosa más insignificante, co­mo es la posición del miembro, la cama, asistencia, etc. El pri­mero de estos puntos fue, si se deberían preferir las evacuaciones generales a las locales, conviniendo que en el momento se le hi­ciese una general. Lo que más se dilucidó, fue, si convendría di­latar la herida hasta la inferior, por si esta era la causa de la gran inflamación y de los síntomas tan alarmantes que presentaba, acordándose que en el acto debía diferirse y obrar luego según las circunstancias. (…)
Con el dictamen de mis compañeros, quienes me ilustraron con sus conocimientos y experiencia, establecí el tratamiento que cor­respondía, y para la más puntual asistencia dispusiese se llama­sen dos practicantes del hospital, quienes han llenado completa­mente su cometido. Se ejecutó la sangría, se le aplicaron unas planchuelas de cerato a la herida, y se continuó con los fo­mentos renovándolos con frecuencia.
Día 24. La noche anterior estuvo Montes desazonado, mo­lestándole mucho la tos; la erisipela se había extendido hasta la parte media e interna del muslo; los demás síntomas generales continuaban lo mismo, y se quejaba de gran debilidad, por lo que ­mandé se le diera un caldo tenue de ternera. A las nueve se le curó, y estaban los músculos reducidos a una especio de putrílago, por lo que en vez de las planchuelas de cerato se aplicaron cubiertas del amarillo, y a los fomentos emolientes se le añadió el agua clorurada. Habiendo creído oportuno dilatarle el ángulo superior de la herida, en atención á la tirantez que había, lo que le ocasionaba bastante dolor, y el poder dar más libremente salida a un líquido semi-purulento que se extendía hasta la corba, ha­biendo encontrado alivio a las pocas horas: lo restante del día sin novedad. A las nueve de la noche, había disminuido la erisipela; pero aun había tensión y pesadez en la pierna y muslo, por lo que le dispuso 24 sanguijuelas a estas partes.
Día 25. La noche fue molesta por causa de la tos; la lengua estaba saburrosa, el vientre no se le había movido desde el día 21, y la herida daba un líquido icoroso muy abundante. Prescripción. Una onza de aceite de ricino con otra de jarabe simple, lo que bastó para que hiciese dos deposiciones. Y habiendo cedido la tensión con las sanguijuelas, se le volvieron a repetir a la pier­na. El día fue regular. A las nueve de la noche había cedido la erisipela completamente y se habían formado dos escaras gangre­nosas, la una sobre el maléolo interno, de la magnitud de una peseta, y la otra en la parte posterior de la pierna, del tamaño de un medio duro, no interesando sino los tegumentos. En vista de que el enfermo temía la noche por la tos, y no cediendo al jarabe de altea ni de goma, le prescribí un grano de acetato de morfina en 4 píldoras, para que tomase una cada dos horas.
Día 26. La noche fue inquieta, desvariando cuando se quedaba traspuesto hasta llegar a levantarse de la cama, y la tos había cedido. Cuando yo le vi, seguía su curso regular, el estado general y las facultades intelectuales se hallaban despejadas. La inflamación estaba circunscrita a las inmediaciones de la herida y de las escaras, la supuración iba siendo de mejor índole y los músculos interesados iban dislacerándose en algunos puntos. Prescripción. Suspensión de los fomentos y del ungüento amarillo; en lugar de éste el cocimiento antipútrido para lavatorio al hacer la cura, y planchuelas con el aceite de trementina. A las doce notaron los practicantes que deliraba y sufría algunos movimientos convulsivos en los miembros, con especialidad en los superiores. A las cinco le vi y presentaba el cuadro siguiente: pulso más frecuente que los días anteriores (excepto cuando se manifestó la fiebre traumática); calor acre, sed intensa, lengua seca, dolor de cabeza, desorden en sus ideas, y estado convulsivo; tal estado representaba al delirium tremens de los autores. En vista de la indicación que había formado, dispuse paños frecuentes de oxicrato a la frente y tres granos de acetato de morfina en seis píldoras para que tomase una cada dos horas. A las nue­ve contestaba más acorde a lo que se le preguntaba y no ofrecía cosa particular que llamase la atención.
Día 27. La noche como la anterior hasta las cuatro, en que después de haber tomado la tercera píldora, se quedó dormido hasta las siete, habiendo cedido los síntomas nerviosos que presentaba el día anterior, y hallándose sus facultades intelectuales en el estado normal. La supuración de la herida era en algunos pun­tos de buena índole, y la escara situada sobre el maléolo, princi­piaban a eliminarse. Prescripción. Suspensión de las píldoras, y en atención a la aversión al caldo, una sopa clara de gluten.
Día 28. Durante la noche descansó algunos ratos, el catarro había desaparecido y su estado general iba mejorando; los tejidos mortificados se iban desprendiendo.
Día 29. Sin novedad; se dispuso media libra de la poción laxante, por no habérsele movido el vientre desde el día 23, y con ella se consiguió el resultado que se apetecía.
Día 30. Seguía sin novedad, por lo que se le principió a dar algún alimento, quedando circunscritos sus padecimientos a la afección local, es decir, a la mortificación de los tejidos interesa­dos, los que como iban eliminándose, aparecía en la pantorrilla una dureza como si se hubiesen cortado los gemelos y se hubieren retraído sus fibras hacia la parte inferior; la supuración iba me­jorando gradualmente y la escara desprendiéndose, por lo que la solución se extendía hasta la parle posterior de la pierna. La es­cara inferior, así como la cisura no llamaban la atención sino por la inflamación de las partes inmediatas. Así es que juzgué oportu­no ayudar sencillamente a la naturaleza, y quedó reducido el plan a tisana de cebada y planchuelas de ungüento digestivo. De esta manera continuó sin novedad hasta el 17 de agosto, en cuyo tiem­po no hubo que hacer otra cosa que cortar con las tijeras las porciones de tejidos que se iban desprendiendo, quedando reducidas las partes mortificadas a pocos puntos. Dicho día me sucedió que, al tiempo de la cura y al coger con las pinzas un pegote de la parte inferior de la herida, fue saliendo con la tracción una cinta celuloso-membranosa de tres cuartas de largo, sin que el enfermo notase nada ni antes ni después de la extracción”.


Como puede comprobarse la herida, amén de ser más profunda, extensa y compleja de lo previsto por el orificio de entrada, no se exploró adecuadamente, y fruto de ello fue descubrir, en primera instancia, que existía un pequeño orificio de salida cercano al tobillo interno, que comunicaba, al parecer con la herida principal. Además, y como era lógico en aquellos tiempos en que no existían los antibióticos, ni se pensaba en una adecuada y correcta desinfección de la herida, ésta acabó por infectarse muy seriamente, con manchas eritematyosas que probablemente eran puntos gangrenosos. La mayor apertura de la herida, para reducir la inflamación, y probablemente el aireo de la misma, probablemente salvaron, de forma inmediata, al dfiestro, pero no fueron suficientes –a pesar del agua clorurada, o clorada- para evitar la contaminación microbiológica de la misma, y así aparecieron gangrena, tejidos dislacerados y putrefactos y hasta trozos de músculos y otros elementos que se desprendían de la misma. Todo un verdadero aquelarre de infecciones que devastaron la zona. Montes mejoró en los días siguientes, pero sin curarse por completo, y fíjense como el 17 de agosto, casi un mes después de la tremenda cogida, la herida seguía abierta y desprendiendo “porciones de tejidos”, algo dantesco, sin duda. Ese día se extrajo de la herida una “cinta celuloso-membranosa de tres cuartas de largo”, que el cirujano guardó en un frasco con alcohol para que pudiera ser contemplada por otros colegas de profesión y aun “por el que guste” como reza a pie de página en el artículo. Desconozco que pudiera ser esta formación membranosa a un mes de la cogida, quizá tejidos musculares muertos, dislacerados, pero quién sabe si formaciones fúngicas o ser-membranosas en una zona séptica tan brutal como la que nos describe el médico.
La evolución siguió siendo muy tórpida, y así el Dr. Andrés y Soria nos seguirá relatando lo siguiente:

En adelante continuó bien su curso la herida, cicatrizándose por algunos puntos, hasta que el día 30 de agosto, a eso de las cuatro de la tarde, sintió el enfermo escalofríos, dolor de cabeza, y ardor en la pierna. Cuando lo vi, a la siete de la noche, estaba con fiebre, sed, lengua seca, y rubicunda toda la pierna, en particular la extremidad inferior: atribuyendo esta novedad al cambio at­mosférico que hubo aquel día, y tal vez a algún exceso en la co­mida. Prescripción. Dieta, agua de naranja hecha en la de flor de malva, y fomentos emolientes á la pierna.
Día 31 de agosto. Aquella noche estuvo como azorrado y sudó mucho; los síntomas generales habían cedido y la inflamación de la pierna se había extendido al pie, presentando el carácter erisipelatoso flegmonoso, con especialidad en la parte interna. Se le dispuso una aplicación de 24 sanguijuelas y cataplasmas emo­lientes a la pierna.
El 1.° y 2.o de septiembre. Siguió su curso la inflamación habiendo terminado por abrirse de nuevo la cicatriz formada en la cisura y escara interior, igualmente que por la abertura de una de las picaduras de las sanguijuelas correspondiente a la parte anterior y externa, por cuyos puntos y borde inferior de la herida fluía un líquido tenue muy abundante, que fue cediendo a beneficio de los emolientes, cerrándose las nuevas aberturas.
Desde esta época ha sufrido varias alternativas, ya experimentando algún trastorno en los órganos digestivos, pues con frecuencia se le descompone el vientre, cosa no rara en él; ya en la pierna, tomando siempre el carácter erisipelatoso, abriéndose de nuevo la cisura, y resintiéndose además de un dolor sordo en la cresta de la tibia; pero por fin, la herida ha continuado bien hacia la cicatrización”.

La herida cicatrizó en su parte exterior, pero ese color erisipelatoso no dejaba entrever nada bueno, y si a ello sumamos la apertura de la herida meses después y los dolores constantes, sordos, profundos, el panorama no parecía ser nada bueno. Montes volvió a los pocos días a su tierra natal, pero todo nos hace sospechar que la curación de la pierna no terminó de producirse, y que agravada o quizá complicada por esos problemas respiratorios o digestivos, tuvo al fin una sepsis que acabó con su vida en abril del siguiente año. Triste fin para el más grande de los diestros habidos hasta ese momento. Con estos datos creemos haber aportado un breve conjunto de nuevas noticias que sin duda redondearán las que ya poseíamos sobre el importante lidiador chiclanero y que vienen a sumarse a las que ya autores de más reconocido mérito que uno mismo han aportado en estos últimos años desde el segundo centenario de su nacimiento.

1 comentario:

  1. Impresionante relato médico el del tratamiento de estas cornadas antiguas que habla claramente de la dureza del toreo y que, en este caso concreto, casi parece confirmar que Montes falleció en Chiclana pero como consecuencia de la cogida de Madrid, como usted, tan acertadamente según creo, apunta.

    Un cordial saludo

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