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lunes, 18 de julio de 2016

La animalidad de los antitaurinos

No se confundan, no es éste intento de resaltar la brutalidad con que periódicamente se producen ataques de individuos o colectivos antitaurinos contra aficionados, diestros, ganaderos o el propio toro de lidia. No, respiren tranquilos. Ellos mismos se definen. Se han definido en sus bestiales ataques e insultos a Víctor Barrio, y aun hay muchos que les han apoyado… En el mundo de los seres humanos, del intelecto, de su organización en sociedades más o menos estructuradas, tales reacciones –las suyas, por desgracia, habituales- entran en lo delictivo (porque sólo el hombre se ha marcado pautas de conducta alejadas del naturalismo de sus instintos o comportamientos heredados, basadas en normas éticas, a veces morales), en la predicación del odio al semejante, en la propagación de falsedades, de falacias propias de una estulticia que roza lo iletrado, cuajadas y entreveradas de la más absoluta y universal ignorancia de lo que se combate, o de consignas totalitarias (y por lo tanto, ilícitas ética y moralmente). Consignas, éstas muy frecuentes en los eslóganes de esta “casta” tantas veces a miserable sueldo, asalariadas de intereses más ocultos (muchas veces económicos pero otras políticos) que desde el infantilismo simplista, desde el buenismo iletrado y nada reflexivo, intentan imponernos a todos, absolutamente a todos los que componemos las sociedades en las que ellos se mueven, sus ideas totalitarias, sus gustos y sentimientos, su única y exclusiva forma de pensar, padecer, sentir o divertirse.

El toro en su máxima expresión (obra de Benlliure)
No sé si es por un sentimiento de inferioridad, por simple maldad, por falta de raciocinio o por afán de poder, todos estos totalitarios del pensamiento único, intentan (y en ciertos regímenes lo consiguieron o aun lo consiguen, marxismos y nazismos inclusos) obligarnos a comulgar con su propio y al parecer exclusivo credo; sus ideas, sus consignas tantas veces repetidas, con esa insultante musicalidad perniciosa que se te clava en el alma, tienen que ser asumidas sin el menor atisbo de duda intelectual, sin la más mínima desviación. Y todo ello so pena de ser reos de delitos que sólo ellos (por el momento) han promulgado e incluido en su hipotético código penal. Somos, los que acudimos a la fiesta de los toros, asesinos, bárbaros sanguinarios, torturadores, maltratadores de mujeres (¡eso me gritaron a mí, después de agredirme con un puñetazo, unos “pacifistas” de esta índole, animalistas que no respetan a otro ser pensante de su propia especie!), y otras tantas consignas insultantes. La pena para el delito cometido está clara y evidente para los que desde la maldad abyecta dirigen a los buenistas descerebrados: la muerte. Igual que a los asesinos se les condena (en algunas sociedades) a la pena capital, nosotros somos dignos del mismo castigo, no por nada se nos tacha de asesinos y no de toricidas, por ejemplo. Esa pena de muerte de la que se alegran estas almas tan “bienintencionadas” para con sus semejantes, cuando defienden con supuesta pasión (pagada a “tanto” la intervención pública) la vida del “inocente” toro de lidia…

Colecta en Madrid a favor del infortunado diestro Sanluqueño
Asesinos, nos llaman, torturadores, maltratadores (con toda la carga pasional y criminal que actualmente lleva la palabra)… Y sin embargo todo es falacia, malversación del lenguaje, de su significado. Es decir, atribuyen al animal, al toro, la condición de persona, de ser humano, con sus mismos derechos (supongo que obviando sus obligaciones, porque no conozco res brava que abone el importe del IBI de la dehesa de la que disfruta… a lo mejor porque no es su propietario, claro); y, sin embargo, nos animalizan a los aficionados y profesionales haciéndonos reos de conductas brutales, bestiales, bárbaras. Y todo ello mediante la perversión del lenguaje, que sin embargo cala hondo en el buenismo irracional de tantas personas. Leía, hace un par de días, una obra de Julio Camba (ya habrá oportunidad de traer algo a colación), y uno de los artículos (de mayo de 1931, publicado entonces en ABC, y al lado, por cierto, de un doblón de Domingo Ortega en el día de su alternativa), se titulaba “Elogio del analfabetismo”. La tesis era interesante, bien sencilla y absolutamente compartible: Una cosa es saber leer, y otra cosa es lo que lees, saber lo que lees o entender lo que lees. Julio Camba prefería a un analfabeto que no supiera leer antes que a otro incapaz de entender lo que leía, carente de juicio crítico. Por desgracia, y no soy ni el primero, ni el millar que lo dice, la España actual está llena de esos lectores analfabetos, incapaces de discernir, de ponerse a pensar por sí mismos, de discurrir como lo hacían sus antepasados de hace siglo y pico, por ejemplo, que sin embargo sabían perfectamente discernir, definir lo que querían y anhelaban, aunque no supiesen juntar cuatro letras para firmar. Basta con que pregunten qué es lo último de Twitter o de cualquiera de las redes sociales al uso, para que les suelten las “verdades” que comparten… Ya no les cuento, si como Camba, traigo a Francisco Pizarro a colación, a escena, porque el noble pero iletrado extremeño, conquistador del imperio del Perú, dicen además… que toreó. Grave delito.

Colecta, también en Madrid, a favor de un mozo de espadas cogido y en el hospital
En el fondo sospecho que nos temen, porque pensamos diferente, porque tenemos nuestras propias ideas (más o menos afianzadas y reflexionadas, sólidamente estructuradas o profundamente enraizadas), porque representamos un sistema de valores culturales, éticos, históricos, de tradiciones incluso, de mucho mayor calado y trascendencia. Porque somos herederos, como casi toda Europa, de un pensamiento basado en milenios de raciocinio, de una cultura en la que conviven elementos greco-romanos, hebreos y mediterráneos en muy buena medida, y porque consideramos a los animales como lo que son: animales, simples animales. Animales a los que gratuita y selectivamente, libre y generosamente, podemos otorgar algunos derechos, ya que por ellos mismos no los poseen (y nunca deberes, por contra, si no es obligados a ellos).


Se basan, en la mayor parte de su argumentación, en la transposición a la fauna del pensamiento, racionalidad, ética, sentimientos y sensaciones humanas, mientras que nos los niegan precisamente a los que no pensamos como ellos. Paradoja inexplicable. Nosotros somos dignos de la ejecución, pero el pobre animal es del todo “inocente” (el concepto tiene su miga, porque la culpabilidad o inocencia de unos actos se basa en las capacidades racionales con los que se comete el acto, de inteligencia, consciencia y memoria del que los ejecuta, y el toro dudo que posea esas capacidades reflexivas superiores). Pero ojo, esa trasposición a la fauna, es muy selectiva: sólo a los mamíferos y si me apuran, a algunos de ellos, claro; los insectos, arácnidos, aves, peces, reptiles, anfibios, a pesar de comportamientos a veces semejantes a los de los mamíferos, por ejemplo en orden al cuidado de la prole (han visto con qué mimo transporta en la boca la cocodrilo a sus crías recién salidas del cascarón…), no tienen para ellos el mismo significado.


El toro, para ellos, sufre en la lidia… de ahí nuestros crímenes; aunque al parecer ignoran lo que supone el sufrimiento. Éste no deja de ser una elaboración abstracta, racional, que proyecta hacia el futuro un dolor físico o psíquico actual, o simplemente la posibilidad de padecer el mismo. ¿Se imaginan ustedes a un toro que imagine que va a ser picado o banderilleado, y muerto a estoque antes de ser embarcado…? ¿Creen ustedes que el toro, una vez que siente el dolor que le causa la puya, imagina que tal dolor va a continuar a lo largo de días en los que no podrá gozar como hasta hace bien poco, de las delicias de la dehesa…? ¿Es capaz de elaborar mentalmente tales abstracciones, y sin embargo, recibir cien muletazos insulsos de un espada con eso que los humanos denominamos nobleza borreguil…? Absurdo de todo punto. Como bien, y mucho mejor que yo, explica mi amigo Jean Palette-Cazajus, el toro ni siquiera es consciente de que es un animal; un toro, ni siquiera sabe que se le llama así; tiene una cierta consciencia –muy primitiva- de su individualidad, es cierto, pero quizá no sea consciente ni siquiera de sus diferencias con otras razas vacunas no de lidia. ¿Y pretenden que haga elaboraciones psíquicas individuales sobre lo que le supondrá un dolor concreto en un futuro, cuando ni siquiera muchos humanos somos capaces de ello…? Los humanos tememos mucho más a lo desconocido, al futuro, por eso sufrimos más; los animales no sufren, simplemente les duele.


Sienten dolor, no cabe duda, pero como nos han explicado trabajos científicos muy bien elaborados en estos últimos años, a cargo del profesor Illera, los doctores Salamanca, Jiménez, Centenerea, y otros tantos investigadores en esta materia, el toro es capaz de mitigarlos más eficazmente y con mayor velocidad que ningún otro ejemplar bovino, probablemente a mayor velocidad que lo hace ningún otro mamífero. De ahí, de la selección realizada a lo largo de siglos de crianza para la lidia, que hayamos creado una raza específica que repite en sus acometidas… a pesar de que han sentido dolor.


Pero…, cambiemos de perspectiva para afianzarnos en la tesis de que los animales son lo que son, y que el hombre, por su desarrollo intelectual fruto de una evolución desde hace varios (no muchos) millones de años, es diferente de ellos… a Dios gracias. Volvamos la oración por pasiva, como suele decirse, y cambiemos el enfoque por completo. A los animalistas habría que hacerles ver, desde la perspectiva del toro, la diferencia entre hombres y animales, y que éstos carecen de esas sensibilidades, inteligencia o valores que sí tenemos los humanos innatamente o por creencia y adopción firme. La fisiología y los instintos de estos mamíferos los hacen bien diferentes de los seres humanos, repito, a Dios gracias para nosotros y para los animalistas.


¿Se imagina usted que está tranquilamente paciendo en una idílica dehesa, a la agradable y protectora sombra de una encina, y que vienen dos compañeros de camada que, por un aquél de la necesidad de transmitir sus genes a la siguiente generación cubriendo en exclusiva a las hembras, le pegan sendas cornadas que lo matan? Sin mediar mugido alguno, simplemente por instinto, porque uno era el macho dominante de la camada, o tenía a sus alcances a las vacas… ¿Sentirán luego los “asesinos” (según los criterios animalistas éstos también deben serlo, digo yo), los “toricidas”, graves repercusiones psíquicas, sufrirán por el daño ocasionado, les dará pena, sentirán culpabilidad alguna? El caso es que le han “apiolado” sin comerlo ni beberlo, sólo porque sí, fruto del instinto. ¿Preguntaron, acaso, los “toricidas” a su posible víctima, acerca de sus intenciones, de su capacidad o intención procreativa, acerca de su supuesta superioridad en la camada, medió juicio alguno, o declaraciones de testigos…?
Y sin embargo nada más natural y consustancial a la vida del toro de lidia en libertad… La mayor parte de las bajas de machos adultos en las camadas se produce, como todos sabemos, por esa tan sencilla, simple pero sólida razón de peso.


El toro sigue al trapo rojo de la muleta, intentando cogerlo a todo trance, porque el instinto así se lo marca, y porque embiste a lo que está más próximo y se mueve con preferencia a lo que se está quieto o se encuentra en su lejanía (lean, por favor, la magnífica tauromaquia del ingeniero D. Amós Salvador y Rodrigáñez, “Teoría del toreo”, un ministro liberal de tiempos de Alfonso XIII, gran amigo del duque de Veragua). ¿No se plantearía usted la inutilidad, tantas veces, de su empeño al reflexionar sobre el asunto? El toro sigue a su instinto natural, a veces, hasta su total extenuación, algo verdaderamente impensable para la mayor parte de los humanos que nos paramos a pensar, a cavilar, o simplemente a descansar, antes de que llegue nuestro fin.


El toro, en fin, es un animal bello, grandioso, pero irracional, se mueve por instintos, y apenas tiene una mínima capacidad de aprendizaje fruto de su experiencia, no del razonamiento (que no posee). En poco, por tanto, puede equipararse a un ser humano, por muy “animal” que sea éste.
Ya sé que habrá quien defienda que, con ello y todo, con ser los animales evidentemente diferentes de los seres humanos, la corrida es un espectáculo cruento, en el que se infringe un daño al toro de lidia que puede parecer gratuito para muchos de los que nada saben acerca del rito, de su liturgia, de su profundo significado (quizá porque nunca, al contrario que muchos aficionados, han estudiado, leído o investigado las tesis, opiniones o libros de los que piensan en sentido opuesto). Están, por supuesto, en su derecho. Lo han estado desde el siglo XV en adelante y así lo han venido manifestando (al menos) desde entonces.

Corrida benéfica en Madrid
Y sin embargo, párense un momento a meditar sobre ello, voces mucho más ilustradas y dignas que las de estos animalistas, se elevaron contra el espectáculo taurino y éste sigue vivo tras sesudas reflexiones en opuesta dirección. Si el papa Pío V, como escribe recientemente mi gran amigo José María Moreno Bermejo, prohibió la organización de las corridas de toros y redactó su Bula De Salute gregis Dominici dictando penas de excomunión a los contraventores, hubo dos papas sucesivos, especialmente Clemente VIII, que las permitieron sin pena alguna para los organizadores y sólo con la salvedad de los clérigos de órdenes regulares… a los que se les vedaba la asistencia. Todas las polémicas basadas en el humanismo, tanto en la protección de la vida espiritual, como en la física, basadas en cuestiones de orden social (económicas, productivas, educativas, protectoras del carácter y de la socialización de los individuos) se han saldado a favor de las tesis continuistas durante siglos (y eso, incluso, cuando España era la primera potencia mundial, no sólo militar, sino del pensamiento, el derecho o la discusión teológica y moral). Creo que sería obligado para estos detractores del festejo, leer detenidamente la obra de Jesús García Añoveros, “El hechizo de los españoles”, donde se da un completísimo repaso a las discusiones en torno a la fiesta de los toros de moralistas, canonistas y jurisconsultos a lo largo de los siglos XVI y XVII, pero quizá sería demasiado pedir… Todo esto, como decía nuestra gran literata doña Emilia Pardo Bazán, resulta enojoso hasta el extremo; volver y recurrir a las discusiones mil veces pasadas y zanjadas sólo porque quienes ahora defienden esta tesis absurda han sido incapaces de leer (aun sabiendo juntar letras) los resultados de las polémicas precedentes.

A hombros entre el fervor popular, a la salida de la plaza de Felipe II en Madrid
En cualquier caso, démosle la vuelta al asunto, y contemplemos el problema desde el opuesto punto de vista. Si los animalistas pretenden proyectar (ese es el término psicológico, creo) sentimientos, sensaciones y conductas inteligentes sobre el toro de lidia, ¿no encontramos ese mismo pensamiento, y ciertas agresiones brutales, insultos, vejaciones y escarnios de estos grupos de fanáticos a sueldo, más propios de la animalidad gratuita?

6 comentarios:

  1. Me alegro de que vuelvas a poner en marcha el blog desde el que tantas buenas reflexiones nos has brindado. Enhorabuena y gracias

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  2. Fantastico escrito. Muchas gracias. Unión Abonados Sevilla

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  3. Que agradable sorpresa volver a tener la posibilidad de leer a R. Cabrera en "Recortes y galleos".
    ¡Magnífico artículo, no se puede reaparecer mejor!

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  4. Espero que sea un regreso para quedarse, aunque sea de forma esporádica.

    Gracias por el artículo.

    Un saludo, Pedro del Cerro.

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  5. Qué gran noticia es la vuelta de D. Rafael Cabrera Bonet al blog recortes y galleos.

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  6. Qué gran noticia es la vuelta de D. Rafael Cabrera Bonet al blog recortes y galleos.

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