viernes, 7 de septiembre de 2012

Una placa para Joselito y Belmonte en Las Ventas


No pretendo, Dios me libre, entrar en polémica sobre esta cuestión con nadie. Pero como me creo en parte copartícipe del homenaje que ha de rendirse a ambos colosos del toreo, un siglo más tarde de su presentación en la antigua plaza de Madrid, por un lado, y por otro del centenario de la alternativa del gran Joselito y el quincuagésimo aniversario de la muerte de Juan Belmonte, por otro, me temo que he de salir a la palestra para anunciarlo y defender su oportunidad.
La Comunidad de Madrid ha tenido el acierto de rendir homenaje a Joselito y Belmonte, colocando sendos azulejos conmemorativos en la plaza de toros de Las Ventas el próximo 28 de septiembre a las 12.30 de la mañana. 


Como todo el mundo sabe, José no llegó a actuar en dicho coso jamás; fue erigido nueve años después de su muerte, inaugurado repentinamente y sin haber concluido sus accesos en corrida organizada por el Ayuntamiento de Madrid dos años más tarde –su alcalde Pedro Rico necesitaba la función como campaña propagandista- para remediar la crisis motivada por el paro obrero, y comenzó a funcionar de manera regular, sustituyendo al de la calle Felipe II, catorce años después de la tragedia de Talavera de la Reina. Sin embargo, y también como todo el mundo recuerda, Joselito es el gran impulsor de las plazas monumentales en España, el que deseaba acercar la fiesta a todos –fuera cual fuese su capacidad adquisitiva-, y por ello se encuentra en la génesis del proyecto de la plaza monumental de Las Ventas, e incluso hay una foto –ampliamente conocida- en la que se le ve discutiendo los planos con el propio arquitecto José Espeliú. 

Joselito y José Espeliú ("Mi paso por el toreo" de Rafael Ortega)
Rafael Ortega Gallito en su libro “Mi paso por el toreo” (Madrid, 1980) nos recuerda que: “En la calle Arrieta de Madrid, cercana al teatro de la Ópera, donde vivió [Joselito] por última vez, habitaban con él mi padre y mi madre. Me contaba mi padre que estuvieron con un arquitecto llamado señor Espelín (sic, por Espeliú) durante bastante tiempo presupuestando y proyectando plazas de gran cabida, que son ahora las Monumentales de Barcelona, Madrid, Sevilla [ya desaparecida cuando se escriben estas memorias] y alguna más. Por eso, cuando su mismo apoderado, o mi padre, le repetían a menudo que debía cobrar más dinero, él contestaba:
“-Sí; si yo lo sé, pero esto va en detrimento del público, porque tienen que pagar más por verme [igualito que ahora hacen las figuras, añado yo].
“De ahí que cuando él firmaba en el contrato de la corrida la cantidad que le parecía bien y adecuada, en seguida advertía al empresario que no se le ocurriera subir ni una peseta más las entradas porque no lo toleraría. Por ello, la solución que pensó fue construir plazas monumentales donde cupiesen una gran cantidad de espectadores. De esta forma se abaratarían las entradas sin ningún déficit para nadie y en beneficio de la fiesta”.
Lo mismo que ocurre ahora, donde sólo existe un torero capaz de llenar los cosos en tiempos de crisis…, entiendan la ironía por partido múltiple.

Lógicamente, la muerte del más grande de los toreros habidos hubo de retrasar el ritmo del proyecto, casi paralizarlo, pero la voluntad del diestro de Gelves había calado hondo en la entonces Diputación de Madrid y ésta, al fin, hubo de decidirse a continuar con el mismo. No fue sencillo, desde luego. En su génesis había de producirse un intercambio de terrenos, la colaboración con capital privado, superar un montón de escollos técnicos y urbanísticos, desplazar miles de toneladas de escombros y de tierras que cubrían la zona en que hubo de erigirse la plaza, quizá en un paraje poco apropiado. No entraremos en detalles que puede encontrar el curioso en alguna de las obras dedicadas a la plaza. Pero el impulso soberano –como aquel que movió al asesinato del Conde de Villamediana al pie de las gradas de San Felipe- vino de la recia voluntad y firme decisión de un diestro que quería difundir el arte del toreo a una masa anhelante todavía por disfrutar del espectáculo al máximo nivel. La decisión se tomó en 1919, cuando todavía disfrutaba de la vida el gran Joselito el Gallo. La plaza Monumental es obra de los arquitectos Manuel Muñoz Monasterio y José Espeliú y hubo de iniciar su construcción unos años más tarde, durante la dictadura de Primo de Rivera.

La plaza unos días antes de su inauguración de 1931, con los accesos aun por construir (Foto del libro del cincuentenario del coso)
No cabe duda, pues, de que José se merecía, en Madrid, y en Las Ventas, este sincero homenaje. Homenaje que, como un símbolo hacia todos aquellos diestros que dieron su vida en la consecución de un ideal, en la creación de un arte, en el noble enfrentamiento entre el hombre y sus cualidades y la naturaleza indómita y las suyas, se le sigue rindiendo con un exiguo minuto de silencio cada 16 de mayo en el propio coso, cuando ya casi nadie recuerda el evento que lo motivara. Minuto que a todos los que pensamos en ello se nos hace corto… y que algún indocumentado de los de siempre se encarga de interrumpir antes de tiempo.
Pero no sólo por ello… Joselito ha sido y será el torero más grande y largo de cuantos hayan existido. No saquemos, como tantas veces se hace, fuera de contexto su manera de torear, de lidiar, de poder con las reses, comparándola con las formas actuales; el que así lo haga –perdónenme- es un necio “corto de alcances”. Tampoco Juan, ni los grandes toreros de la edad argéntea, toreaban como hoy se hace. El toro, fundamentalmente, y la propia evolución técnica han cambiado radicalmente aquel panorama que se vislumbraba en la segunda década del siglo XX. José y su gran capacidad, su inteligencia, el conocimiento que tenía de los toros, su técnica y su valor, su gracia y salero sevillanos, hubiera sabido adaptarse perfectamente a estos y cualesquiera otros tiempos, haciéndole alcanzar las mismas cotas que en su día lograra. No cabe la más mínima duda. Hasta entonces, nadie recordaba un torero más completo y más largo, más inteligente y de mayor número de recursos en conjunto; el propio Bombita sucumbió al impulso de Gallito III ó V, como quieran, Guerrita no había visto cosa igual, los grandes diestros del momento –lean sus opiniones en el libro de Antonio García Poblaciones (“Apuntes crítico-biográfico-estadísticos para la historia del malogrado diestro José Gómez Ortega (Gallito)”; Sevilla, 1920), le consideraban como el torero más completo jamás conocido y no sólo se lamentaban –como es lógico- de su muerte, sino que les sorprendió de tal forma que algunos tardaron en asimilarla.

Aun andaba así la plaza antes de 1934
Juan sobrevivió al shock que le produjo la catástrofe. Se había hermanado tanto con José, había aceptado sumisamente sus formas y maneras de tratar en el ambiente taurino, había llegado a asimilar tantos conceptos técnicos de su toreo, que dependía de él para tantas cosas… Y sin embargo vino a suponer el revulsivo necesario, el punto de comparación, hasta cierto punto la antítesis del toreo de Gallito, que fue la pieza imprescindible y definitiva para la evolución del arte. Sólo merced a lo que veía a Joselito y escuchando lo que el sabio de Gelves le recomendaba, pudo desarrollar el verdadero concepto de su toreo, enfrentándolo, en sus formas, al de su rival y compañero. Y lo fue porque supo, como nadie, embeberse de las enseñanzas de José, ir adquiriendo esos conocimientos y recursos que le eran ajenos en sus primeros años –así como José fue aprendiendo de Juan una nueva colocación, un mayor interés por el toreo de muleta, unas nuevas formas traídas por el de Triana-. Lo de Juan era, en sus primeros años, y hasta cierto punto, un toreo “científico”, de prueba y error –con batacazo de por medio y cogida subsiguiente en tantas ocasiones-. Juan Belmonte, qué duda cabe, fue el más aventajado alumno de Joselito, con una personalidad propia, arrolladora en el ruedo y fuera de la plaza, con nuevas formas y envoltorios para el toreo eterno. En fin, no es hora de plasmar la importancia trascendente del toreo belmontino en la evolución de la tauromaquia… pero, ¡ay!, si José llega a vivir sólo una decena más de años…
Hay quien ha negado la oportunidad del homenaje a Belmonte, la colocación del azulejo que acompañe al de José. Y no puedo estar de acuerdo, claro. Es verdad que su muerte quizá no sea el recuerdo más afortunado que podríamos celebrar… para eso, creo, están los centenarios de su nacimiento (ya pasado) o de su alternativa, que es algo así como la llegada a la vida activa, el nacimiento pleno de un diestro –algo que tendrá lugar el año próximo, 2013-. Pero dado que en la primera de las fechas nada se conmemoró en Madrid, ni le ligó a la plaza de Las Ventas, y que la frágil memoria –siempre oportunista- de los políticos podía hacer naufragar la idea u olvidarla por completo para el venidero, se ha juzgado oportuno recoger en un mismo acto el sentido –y sencillo- homenaje a ambos protagonistas del momento de máximo esplendor de la fiesta. Y no creo inoportuno el homenaje a Juan si consideramos, como es bien sabido también, que fue él quien verdaderamente inauguró el coso.
Después de la acelerada inauguración del 17 de junio de 1931, aun con la plaza inconclusa, y de un par de salpicados festejos especiales en 1933 (el 25 de mayo una corrida en honor a las mujeres del Concurso de Miss Europa y el 13 de julio la primera Corrida de la Prensa en este coso), la plaza comenzó su verdadera andadura como coso de temporada, sustituyendo a la de Felipe II, el 21 de octubre de 1934, con un cartel en el que figuraron Juan Belmonte, Marcial Lalanda y Joaquín Rodríguez Cagancho (que sustituyó al anunciado Manolito Bienvenida) frente a reses de Carmen de Federico (antes Murube). El festejo anduvo anunciado para el 12 de octubre pero hubo de suspenderse por el estallido de la huelga revolucionaria e intento de golpe de estado socialista de aquellas fechas. Al fin se celebraría con un éxito imponente, colgándose el cartel de “no hay billetes”, y -ojo a la efemérides- con el corte del primer rabo que se otorgaba en Las Ventas. Lo cortó, y de ahí que crea absolutamente justificado el homenaje, Juan Belmonte.

Joselito y Belmonte en Sevilla, en automóvil hacia la plaza (Colección personal)
La corrida fue un triunfo extraordinario de Juan, que reaparecía para la ocasión. Alfonso, en el periódico El Liberal (del 23 de octubre de 1934), reseña el acontecimiento, aunque no le gusta el nuevo coso... Destaca la presencia de la corrida: “Tiene tradición la feria bilbaína por el tamaño de las corridas. El pleito de los ganaderos hizo que la de Murube que allí se iba a lidiar quedara en los prados, y esa fue la que precisamente eligió Juan Belmonte para reaparecer en Madrid. Una «buena moza», para que si existía, quedara hecha trizas la leyenda del becerro. Para que nadie se llamara a engaño las fotografías de los toros, expuestas en diversos lugares de la capital, llamaron la atención de los aficiona­dos. ¡Era -lo que se dice- una corrida para hombres! [...]”.
La expectación era, a su juicio, asombrosa: “Una multitud se apiñaba en la plaza Monu­mental, que se inauguraba, para presenciar la reaparición de Juan Belmonte. Éste, al hacer el paseo, fue acogido con una ovación estruendosa. En unión de Lalanda y Cagancho salió a los medios para corresponder al cariño con que 26.000 espectadores acogían al artista que a través de los años continuaba siendo el ídolo. Pronto Belmonte, con las exquisiteces de su arte soberano, demostró el por qué la pasión se mantenía latente. Entre la expectación de todos abrió el capotillo y dibujó cinco o seis verónicas de las que le dieron fama y le hicieron millonario. Cuando puso digno remate a la obra con media verónica, el público se levantó rugiendo en sus localidades. No era la leyenda ni la tradición lo que hacía enloquecer a la multitud de entusiasmo. ¡Era Juan Belmonte que estaba toreando! Y a continuación un tercio de quites admirable. Juan, Marcial, Cagancho. Las ovaciones se sucedían. El toro se «rompió» en el primer tercio y llegó muy quedado a la muleta. La faena, sin embargo, fue valerosa. Belmonte a dos dedos de los pitones, exponiéndolo todo, pudo dar algunos pases de los de su clase. Un natural, un molinete, un afarolado, algún ayudado; pero todos ellos vestidos con el ropaje belmonti­no. Una estocada en lo alto y ovación grande, vuelta al ruedo y petición de oreja. Buen principio. Los aficionados discutían en los tendidos. Todos estaban conformes en una cosa: ¡Mejor que antes!
Pero la labor de Juan todavía subió de tono cuando, por fin, tuvo un toro-toro, uno con las fuerzas y el trapío necesarios, enfrente, a pesar de ser un manso redomado: “Y sin embargo, lector, si pierdes unos instantes y me sigues, podrás ver que aquello no fue nada, porque Belmonte guardaba para el cuarto las grandes manifestaciones y el esplendoroso brillar de su arte único. El bicho huido, había hecho una mala pelea en varas. No se le pudo torear con el capote. ¿Se iba a conformar el artista? Pronto los semblantes recobraron el brillar de la alegría. Belmonte, solo en el tercio, prendía al manso en los vuelos de su mágica muletilla y le hacía doblar en cuatro ayudados por bajo suaves, templadísimos, sin que la figura del coloso perdiera su escultórico ritmo. Y el bicho ya no se fue. Quedó allí a merced del dominio del maestro. Medio metro de terreno le fue suficiente para realizar la gran obra que su musa inagotable le iba inspirando. ¡Plaza monumen­tal! ¡Ilusos! ¿Qué significaban las veintiséis mil almas allí congregadas? Al conjuro del artista no había nada más que una: la suya. Lo extraordinario, lo monumental era él. Aquella multitud ebria de entusiasmo iba enronqueciendo de jalear al torero. Al cuadrar el toro, Belmonte se dejó ir rectamente tras de la espada, recreándose a placer. El acero se hundió centímetro a centímetro. El animal rodó sin puntilla y se produjo un hecho extraordinario. El público quedó mudo. Ni un grito, ni una palma. ¡Se hallaba extasiado contemplando al ídolo! La inmensidad de la plaza se cuajó de pañuelos blancos. Las dos orejas, el rabo. Aquello no había con qué premiarlo. La ovación estalló imponen­te. Belmonte dio una, dos vueltas al ruedo. Los aplausos continuaban atronando el espacio. Belmonte se dejó caer ocultándose en un burladero. La emoción le ahogaba. Lloró. También las lágrimas se deslizaron por las mejillas de los viejos aficionados. [...] ¿Inauguración de la plaza Monumental? ¡Ilusiones! Una plaza muy chica para un torero extraordinario, monumen­tal: ¡Juan Belmonte!”.

¿Merece o no merece recordarse y guardar un cálido recuerdo al que fuese inaugurador del coso, cortase en él el primer rabo concedido y elevase el arte a sus más altas cumbres? Yo creo que sí… (aunque quizá la fecha no nos recuerde nada) y eso que se lo dice un rendido “gallista”...

2 comentarios:

  1. Rafael:
    Yo también creo que son merecedores de todo homenaje que a cualquiera se le pudiera ocurrir, como otros muchos, aunque de estos últimos habría que tener cuidado, porque al final puede que se llegue a homenajear a unos u otros siguiendo criterios partidistas. Como ejemplo pongo el caso de El Cordobés, un fenómeno social, un revolucionario, pero que en mi opinión, muy personal, creo que no aportó nada beneficioso para el toreo. Qui´zas este sea un caso extremo y controvertido, pero aplicable a otros muchos que se vistieron de luces.
    Un saludo

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  2. Querido Rafael, soy firme partidario del homenaje a Joselito y Belmonte en sus aniversarios y me declaro abiertamente gallista en mi concepción del toreo. Quizá la frase más genial de su toreo sea la de "Al toro hay que darle leña desde que sale por los chiqueros". Otro momento histórico pero también otra tauromaquia.
    Conocimiento, decisión, técnica, valor y sobre todo una tauromaquia con sentido. Disfrutar de la belleza del toreo en el dominio del toro.
    Nos veremos en el homenaje.
    Andrés de Miguel

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