lunes, 16 de julio de 2012

Una experiencia ceretana


Prácticamente hacía dos décadas que no pisaba la plaza de Ceret, esa pequeña pero bonita e interesante localidad francesa, capital de la región de Vallespir, en el antiguo Rosellón –que perteneciera hasta el siglo XVII a la unidad española y desde casi cinco siglos antes a los territorios de la corona de Aragón- y hoy integrada en la Región de los Pirineos Orientales francesa. Dos décadas en las que parece que no ha pasado el tiempo. Porque allí las tradiciones taurinas se mantienen tan vivas, tan palpitantes como siempre, tan intrínsecas a su naturaleza como siempre, con la misma vitalidad y con el mismo entusiasmo de siempre.
Una de las principales calles de Ceret por donde se hacen los encierros

¡Qué lujo de afición y cómo vive la fiesta de los toros! Fiesta no sólo en sus Arènes, en su plaza de toros, sino también en sus calles, con esos particulares encierros a caballo, donde los jinetes amparan a la res para que ésta no se salga del recorrido prefijado a través de la arteria principal de la villa. Dos jinetes –que se van turnando- y que van encasillando a la brava res para que no vea sino el camino que le marcan  y sin más defensa para la numerosa concurrencia que unas sencillas vallas de poco más de un metro, que no habrán de valerles en caso de que aquélla decidiera tirar por nuevos derroteros.
Pasearse por sus calles es revivir los momentos más gloriosos de la localidad, íntimamente unidos no sólo a la historia, sino a la cultura con mayúsculas, pues allí se dieron cita a principios del siglo XX, artistas e intelectuales de la talla de Manolo Hugué, Braque, Picasso, Max Jacob o Severac. Pero en estos días de fiesta, aprovechando el día de la toma de la Bastilla, las calles se transforman en una mezcla de fiesta franco-española, donde a los pasodobles e incluso al flamenco (en varias de sus modalidades) se une la cultura, la música y las costumbres galas. Fiesta asimismo vivida, sentida, participada, con amplia profusión de chiringuitos, de peñas y de franca alegría.
Mucha de ella gira en derredor de la cultura al toro: exposiciones, los encierros, las visitas al ganado que espera a ser lidiado en el coso, los festejos mayores y menores, las tertulias por la noche… se vive como en pocos lugares de la península puedan hacerlo. Nadie se extraña, ni te mira raro, si preguntas en la calle por la plaza, o por los encierros, es algo consustancial a su cultura, y a la nuestra.

En torno a sus corridas y novilladas se cuida hasta el más nimio de los detalles. No sólo en la elección del ganado –Ceret es plaza considerada como torista, y allí gustan del ganado bien, impecablemente,  presentado, encastado y complicado-, sino en todo, absolutamente, lo que gira en torno al festejo. Se permite que el aficionado pueda contemplar, a través de unas mirillas acristaladas, los propios corrales donde descansa el ganado –o donde, como el sábado, reñían los novillos de José Mª. Escobar y Mauricio Soler Escobar del día siguiente-. Y todos nos detuvimos a ver las hechuras, los pitones y el cuajo de novillos o sobreros –que podrían pasar de sobra en cualquier plaza de segunda española y aun en más de una de primera-.  Alrededor del coso se puede disfrutar de una cerveza o de un pincho si se desea, pero también hay espacio para la cultura, libros, fotografía, pintura, grabados, algo indispensable para el aficionado francés, que siempre curiosea por unos y otros.
Entrar en la plaza te lleva a sentir nuevas sensaciones. 
Dos de los novillos de Escobar (de origen Graciliano encerrados) (Foto: ceret-de-toros.com)

Es coso recoleto, de unos 3500 a 3800 espectadores de aforo , de escasos treinta y tantos metros de diámetro su ruedo (de ahí que en la suerte de varas sólo salga un picador por toro), pero de sabor inequívocamente taurino. La barrera está constantemente jalonada de pancartas de clubes y asociaciones taurinas francesas –había una de la afición de Manlleu, en Barcelona-; el epicentro del ruedo decorado, con arenas tintadas, con el hierro y los colores de la divisa del ganadero, bella y cuidadamente trazados. En los burladeros, asimismo, el hierro de la vacada que ese día lidia sus reses. Carteles te indican, a cada paso, de quién es el toro o novillo que se lidia, a qué matador corresponde su lidia y muerte. En la propia tablilla donde figura el nombre y peso del toro, su edad y la ganadería a la que pertenece, se anuncia –pásmense- el picador que ha de picarlo. ¡Hasta ahí llega la afición a la suerte de varas! En su breve círculo se trazan sólo dos especies de medialunas, justo enfrente de toriles, donde ha de situarse el varilarguero. No podrá salirse de ese breve espacio si no quiere ver ultrajado su nombre, y sólo en caso de absoluta necesidad podrá picar en cualquier otro lugar. A los muy mansos se les condena, sin más, a banderillas negras, sin necesidad de acoso o persecución.
Varios de los de José Escolar (Albaserrada) preparados para embarcar (Foto: ceret-de-toros.com)

Las gentes, los aficionados que casi llenan por completo el reducido circo, son extraordinariamente respetuosos, y saben aquilatar y apreciar tantísimos detalles que se escapan a la mayor parte de los públicos que llenan las plazas españolas que da gusto verlos aplaudir, callar o protestar. Hubo un momento en el que un espectador se quejó de uno de los maestros, que ante un toro muy complicado hacía lo que podía, y se le mandó callar desde cien lugares de la plaza. En pie, la plaza escuchó el himno local –no el francés, por cierto, que no sonó-; en pie recibió al Fundi, que se despedía de esta afición que tanto le ha aplaudido, con un reverente silencio escuchó como un dulzainero –o su equivalente del Rosellón- le homenajeaba con un sentido pasodoble y le ovacionaba a continuación. El paseíllo se siguió como un acto de la liturgia más, no como un prolegómeno sin interés. Entre la muerte del quinto y la salida del sexto la banda interpretó la sardana de “La Santa Espina”, y a pesar de sus breves músicos, sonó como pudiera haberlo hecho una sinfónica cualquiera, emocionando a cuantos asistíamos al espectáculo.
Y durante la lidia, qué decirles… No suele haber un grito estúpido, una exclamación extemporánea; en perfecto, y más que perfecto, español se dirigen los aficionados a los participantes, animándoles, a veces corrigiéndoles o increpándoles. Uno no sabría si estaba en la Francia meridional o en Valladolid si no es porque las conversaciones se mantenían en perfecto francés. 
Toro de Saltillo (José Joaquín Moreno Silva) camino del encierro (Foto: ceret-de-toros.com)

Todo se valora, todo se aprecia –no sé si por todos, pero al menos por la enorme mayoría-: la salida del toro, si remata o no en tablas, los pies que tiene… La suerte de varas es absolutamente fundamental en aquel coso. El toro ha de estar fijado en la suerte, se critica el que entre corrido a la suerte, al hilo de un capote, al relance. La distancia entre piquero y toro, la apropiada, y les gusta que la vayan alargando para comprobar las bondades o defectos de la res. El número de puyazos, el que el toro necesite. En la corrida que presenciamos hubo toro de cinco entradas y otro con dos (que era lo que requería su mansedumbre y justas fuerzas). Se fijan, y mucho, en cómo ejecuta la suerte el picador, cómo cita al toro, si le da el pecho del caballo, si alegra su embestida, cómo le llama, y por supuesto dónde coloca la puya –hubo bronca para algún puyazo, no ya bajo, criticable también aquende los Pirineos, sino para alguno trasero sin exageración- y cuánto castigo aplica –en general se pretende que sea moderado, prefiriendo que el toro vuelva a entrar una y otra vez para recibir el necesario-. Tito Sandoval estuvo, una vez más, perfecto, genial, citando, señalando, clavando, dosificando el castigo y aun llamando al toro para un cuarto envite con el regatón… ¡fantástico!, y la ovación subsiguiente atronadora. Esta es la suerte de varas que desea cualquier buen aficionado. Esto es lo que nos perdemos, sin embargo, la mayor parte de las tardes, pero algo de lo que no quieren sustraerse los aficionados ceretanos. Espectáculo integral que permite aquilatar la bravura o mansedumbre de la res y que engrandece la fiesta, hoy tantas veces reducida a una monótona repetición de muletazos vulgares.
Atentos en banderillas, exigen que todo el mundo esté en su lugar, y a la hora de valorar una faena, en un casi silencio respetuoso, si han de mostrar su satisfacción o su disgusto, lo hacen con educación y mesura, se aplaude lo bueno y se silencia –las más de las veces- lo censurable… aunque siempre haya una voz certera que califique la labor del espada. Y por último, se valora también la ejecución y colocación de la estocada. No hubo aplausos para un bajonazo, por más que entrase la espada al completo y, sin embargo, hubo silbidos de contrariedad y más de una exclamación de disgusto.
La lidia, por tanto, se sigue en su conjunto con atención e interés, no se desperdicia un instante, un momento. Se tiene en cuenta a ambos oponentes, al toro y al torero, se les valora en su justa medida, y se les aplaude al fin o se les pita según sus méritos (aunque siempre en la apreciación de cada qué haya sus diferencias lógicas entre el público). Quizá consigan lo que en España ya prácticamente resulte imposible, con muy contadas excepciones, el gusto por todas las facetas de la fiesta, en todas sus manifestaciones, en su integridad, el saborear los tres tercios porque cada uno tiene su importancia. Lo dicho, ¡una experiencia revivida!, ¡una auténtica experiencia ceretana!

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