lunes, 2 de junio de 2014

De todo y no siempre bueno

Madrid, 1 de junio de 2014. Media plaza. 3 toros de Montealto, bien presentados, mansos en general, de juego desigual entre el descaste y la casta. 2 toros de Julio de la Puerta (1º bis y 4º), bien presentados, mansos, descastado el primero y con movilidad y sin clase el cuarto. 1 toro de El Ventorrillo (6º bis), bien presentado, manso y con genio, complicado. El Capea, silencio (aviso) y silencio. Alberto Aguilar, silencio y oreja. Sebastián Ritter, silencio y bronca (tres avisos).

Les reconozco que ayer me moví entre la desesperación, el aburrimiento y el interés. ¡Hombre, otra corrida completa!, se dirá alguno. Pues no, me temo que no. Hubo de todo entre el ganado, es cierto, y por ahí podemos concluir que aunque la variedad alegra la vida, no fueron todo alegrías las que nos regalaron en el saldo ganadero de ayer tarde. Dos reses se fueron con los mansos de Florito, una con justicia y la otra sin ella. ¡Cuándo se ha visto que un toro, por despitonarse, haya de ser devuelto! Incluso, el del otro día, que se partió un pitón por la cepa, fue irregularmente devuelto, aunque no nos quejásemos porque la vista era francamente desagradable. Pero dejémoslo ahí… El Reglamento nacional, que es el que impera y obliga por estos pagos antaño castellanos, nada dice al respecto y en su artículo 84 sólo habla de que serán devueltas “cuando salgan al ruedo” las reses con defectos ostensibles, a la vez que añade que si el defecto se adquiere durante la lidia, y aun en el caso de que deba ser apuntillada la res en el ruedo, ésta no será sustituida por ninguna otra… Las leyes, en España, están hechas para otra cosa que no es su cumplimiento…


Imagen de Lirio, antes de esa primera y espectacular vara (Foto: las-ventas.com)
Seis toros, tres ganaderías y poco que llevarse a la boca. Quede en el recuerdo la primera vara del segundo toro, entrada al caballo como no la recordamos quizá en décadas, en la que el toro empujó, romaneó, se echó a los lomos caballo y picador, se enceló, como nunca, en la cabalgadura derribada y ni con el prolongado coleo, agarre de cornamenta, golpes e incluso agresión con la vara del puyero derribado y demás lindezas “monosabísticas”, dejó la pieza cobrada. Vara de casi dos minutos de duración, que nos ilusionó también como nunca en estos tiempos. Vara, sin embargo, sin continuidad. A su matador, Alberto Aguilar, no se le ocurrió otra cosa que, puesto en pie el caballo y retirado por herido, llevarse al burel al picador que hacía puerta, al lado de chiqueros, y que recibiera allí una triste segunda vara en la que, no sólo no apretó, sino que salió completamente suelto. Gracias, también, a la presidencia, por permitir que aquello se consumara, por tolerarlo, y por no autorizar una tercera entrada en su sitio, para que valorásemos más adecuadamente la bravura o mansedumbre del animal… Gracias, repito, porque ambos mostraron la gran afición al toro bravo que impera entre los que rigen o participan en el espectáculo. Luego, es cierto, el bicho se dolería en banderillas, y se vino espectacularmente abajo (sin caerse, quizá porque no era por falta de fuerzas, sino de casta) en la muleta, tardeando ya en la tercera tanda, para que Aguilar se lo quitara de en medio sin darle ninguna coba. Lástima de toro, de lidia, de afición…
Pero al menos vimos “algo” entre los toros; los hubo que fueron a más, como el quinto de la tarde, los hubo descastados, los hubo con genio y movilidad, como el sexto, los hubo con movilidad y poca clase pero con posibilidades, como el cuarto o, más sosamente, el primero… Lo que no hubo fue orden ni concierto en los espadas, que se movieron entre lo rutinario y lo penoso. Sálvese de la quema la solitaria actitud de Aguilar en el quinto (y mejor toro del encierro) que, sin ser brillante, al menos conquistó al público, sacándolo del marasmo y aburrimiento excelso en que le habían dejado las primeras intervenciones de los de alamares dorados.
Así que malhaya ese famoso Pepe Moros que dijo aquella semi-perogrullada de “cuando hay toros no hay toreros y cuando hay toreros no hay toros”. Lo peor de la tauromaquia de paso atrás y descaste actual, de falta de personalidad pero trabajo redentor, es que la mayor parte de las tardes… ni hay toros, ni hay toreros. Y ayer, con alguna levísima excepción, volvió a suceder. Aunque, es verdad, cuando hubo toros, echamos en falta toreros o, como dice Ángel Arranz con acierto, toreos.


El Capea rematando  el lance hacia allá...(Foto: las-ventas.com)
La corrida no pudo comenzar peor. El primer toro titular fue improcedentemente devuelto por partirse un pitón, justo por donde se coloca la funda o poco más o menos… ¿para cuándo un estudio científico, claro, objetivo, sobre ello, patrocinado por la autoridad? Su sustituto fue el primer sobrero de Julio de la Puerta, una res mansa, sosa, descastada, pero que permitió bastante más que ese gélido, insulso, nihilista, mudo, poco ceñido, discontinuo, aunque técnico, toreo de El Capea hijo. Entre la nula capacidad de dicción y de emoción que transmitía ese toreo periférico, los enormes intervalos entre tandas, esa feísima postura en los cites (doblado por la cintura) y la falta de mesura en el término de la faena, aquello se hizo insufriblemente pesado, hasta el punto de que hubo palmas de tango abundantes, pitos y reclamos para que acabase con el inagotable tormento popular. Así que, oyendo un aviso (para no haber visto nada de nada ya es castigo suficiente… digo yo), lo despachó de media caída y tendida y dos descabellos. Otro del mismo hierro, anunciado como remiendo de la corrida, le tocó en cuarta instancia. Toro que mostró menos sosería y más movilidad, aunque fuese y viniese sin clase, con la carita a media altura. Para bajarle los humos hubo allí un espada ausente, que remataba todo para el más allá… ¡por alto! Francamente acertado, sin duda. Después de cinco mil muletazos eléctricos, a veces bruscos, sin alma, a toda velocidad, incapaz de modular la embestida, encauzarla por bajo, o atemperarla en ritmo, dejó un pinchazo sin pasar, más de media atravesada… por salirse, y cuatro descabellos. Si no fuese porque es ahijado de José Antonio Martínez Uranga “Choperita” y porque su padre fue un buen torero y gran hombre… estaría hoy dedicado al campo, a la abogacía o a sus labores… pero, ahora que medito, teniendo en lo más alto del entramado administrativo del Estado, Comunidades, Diputaciones y Ayuntamientos tanta caterva de asesores y parásitos inútiles, ¿por qué no puede figurar el Capea en el escalafón de los de luces?


Aguilar en el  quinto  (Foto: las-ventas.com)
Mal anduvo Alberto Aguilar en ese segundo de la tarde, de Montalvo, Lirio de apodo, porque ni él ni su cuadrilla fueron capaces de sacar al toro del caballo derribado, porque permitió que campasen a sus anchas los nefastos monosabios que malearon y humillaron al toro, porque la lidia se convirtió luego en capea, porque dejó que entrase por segunda vez en el caballo que hacía puerta (en vez de mandar al picador a su sitio y que el toro recibiese el segundo puyazo frente a toriles), porque a un lidiador, como lo es él, debe exigírsele otra cosa. Luego, ante la decaída actitud y aptitud del astado, tuvo que rectificar mucho entre pases, aguantar algún tornillazo final, aunque al menos no se puso pesado, y lo despachó de un metisaca (por no soltar la espada) y una estocada casi entera por arriba. La oreja anual le caería llovida del cielo en el quinto, con suficiente petición, aunque los méritos no fueran los requeridos en otras ocasiones. No hubo, como en ese segundo, toreo de capa apreciable, ni en el recibo ni en las chicuelinas del quite. El toro que también romaneó en la primera vara, aunque saliera suelto, fue a menos en la segunda entrada, pero luego se creció con casta y mejoró en la muleta, embistiendo encastado, repetidor, sencillo. La faena fue de esas facilonas de paso atrás y escondida de pierna en la que se deja franco el paso al toro, permitiéndole seguir un camino sin exigencias y comenzando el lance por las Kimbambas, aunque se ligue, como lo hizo el joven madrileño. Hasta que se dio cuenta de que “eso” era lo que buscaba el público (el de la entrada regalada por la persona a la que el abonado había regalado en primera instancia la entrada), pasaron un par o tres tandas sin mayor reconocimiento, pero en cuanto puso en práctica, y en escena, el toreo contemporáneo, la gente despertó de su letargo, se fueron animando unos a otros y decidieron que aquello era lo “más” que podían contemplar sus ojos. Que no bajara mucho la mano, que no hubiese nada apreciable con la zurda, que… nada, no tuvo ya la más mínima importancia. El bicho le preguntó, con más de una mirada al final del trasteo el por qué de todo aquello, por qué se descubría el espada por el uso del pico, ya saben, pero Aguilar se cayó, remató con adornos el mismo, y le respondió con una señora estocada. Y salieron a pasear -y flamear- los pañuelos, con fuerza y número suficientes.


Ritter  en el sexto... por  alto y enganchado como toda la faena (Foto: las-ventas.com)
Lo de Ritter sólo debe tener explicación en los despachos de la empresa. Pocas veces se puede ver a un espada más desangelado, verde y sin capacidad sustituyendo en la primera feria de la antaño primera plaza del orbe mundial. Vivir para ver. Debe ser que no hay más de trescientos matadores en el escalafón donde poder escoger… O será que sale de “todo a cien” como en los chinos… Como el que le correspondió en primer lugar se lo mandaron a chiqueros, por una descoordinación absoluta y sospechosa, corrió turno y lidio al sexto: un inválido de Montealto, que fue a menos entre el descaste y la mansedumbre absoluta. Cuatro intentos de pase (y ni uno más) con la capa, nada en quites, y unos muletazos sin temple ni limpieza para un toro que no podía con el rabo e iniciaba un cortísimo viaje… cuando lo hacía. Ni el arrimón efectista del final animó al respetable… Una estocada caída, alargando el brazo por echarse fuera, puso punto final, término y remate al suplicio. Lo peor estaba por llegar… Comenzó la lidia al sexto con un desarme, nada de quites (no vaya a ser que perdamos un solo muletazo); y ante un toro con casta, con algo de genio y complicándose cada vez más, un trasteo incapaz, ineficaz y montaraz. Perdiendo pasos constantemente, a veces a merced del animal, siempre –y sin excepción—con lances enganchados, rematando los muletazos por alto –cuando había que bajarle la cabeza al toro-, todo lo que hizo fue un sinsentido, eso sí, entre aplausos de la indocta concurrencia, ¡increíble! Y además, por pesado, se le acabarían dando los tres avisos, y si no salieron los mansos como debieron, fue porque lo descabelló unos segundos después de que el presidente flameara el pañuelo blanco por tercera vez. Entre todo ello, sólo le entraría a matar una única vez, dejando media perpendicular, muy atravesada por cuartear, y en vez de volver a intentarlo, le destrozó el cuello a base de bárbaros golpes de descabello (en la oreja, en la nuca, en cualquier sitio, con saña, barrenando…), hasta en 19 ocasiones… Justo, por tanto, fue que el toro se le quedara vivo… hasta que antirreglamentariamente lo despachó. Esperemos que tarde en volver a coger otra sustitución.
Si les ha gustado la corrida es que deben vivir… en otra afición.

Los del Montealto y otros compañeros mártires…:
1º.- Rezador, de Julio de la Puerta, 521 kilos, negro, delantero de armas, manso, soso y descastado.
2º.- Lirio, de Montealto, 568 kilos, castaño y tocado de armas, manso pero ilusionante en esa interesantísima primera vara, a menos rápidamente, quizá por la humillación sufrida.
3º.- Caramelo, de Montealto, 579 kilos, negro listón, tocado de cornamenta, manso, inválido, a menos y descastado.
4º.- Marcocinado, de Julio de la Puerta, 534 kilos, negro, tocado, manso, flojo pero con movilidad, con poca clase y a media altura.
5º.- Rencoroso, de Montealto, 570 kilos, negro, tocado, manso, pero embestidor, boyante y a más en la muleta.
6º.- Ali-Rota, de El Ventorrillo, 562 kilos, negro listón, bragado y meano, tocado de cuerna, manso en varas, con genio y complicado.

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