lunes, 11 de febrero de 2013

Casta para comenzar


Valdemorillo (Madrid), 10 de febrero de 2013. Dos tercios de entrada. 6 toros de Victorino Martín, bien presentados en general, aunque desiguales de hechuras, de pobre cabeza en general, dos bizcos y alguno raro de pitones. Encastados en conjunto, de juego complicado la mayor parte, a la antigua usanza de la vacada, más pastueños tercero, quinto y sexto, hasta que se complicó. Sergio Aguilar, silencio (aviso) y silencio. Fernando Cruz, oreja y oreja. Alberto Lamelas, vuelta y vuelta.

Si el día anterior, con “juampedros” en el cartel, ni acudió la gente a los tendidos, ni salió de ellos con la satisfacción de las emociones evocadas durante el festejo, la de ayer con el clásico hierro de Albaserrada nos devolvió, en buena medida, a los fundamentos de la tauromaquia. Hubo casta, si no espectacular, al menos con las complicaciones que ello acarrea y con el instinto y capacidad de aprendizaje que uno busca en el ganado de lidia. ¡Lástima que las cabezas no acompañaran a otras bondades de los victorinos!
En la casta, repetimos una vez más, se funda y basa este espectáculo; el toro encastado justifica el arte, infunde temores, demuestra el riesgo, hace evidente que el animal lidiado no es una res doméstica y bondadosa, sino una fiera a la que primero hay que someter, y, luego, con la que hay que crear arte. Es, precisamente, lo que nos defiende y blinda frente al buenismo animalista de los antitaurinos. Seguro que ninguno de ellos contemplaría las embestidas de los de ayer –casi siempre al primer toque, en cuanto descubrían la muleta o el espada se colocaba en su sitio (algo cruzado o en la rectitud del toro)- como los dulces movimientos de un animal criado para el “ballet encantador” que algún crítico defendía hace años… y tantos ganaderos asumido como una obligación.

Sergio Aguilar en el primero (Foto: Muriel Feiner)
Con esos mimbres, con el gesto ético de enfrentarse al verdadero toro de lidia, hicieron el paseíllo tres interesantes espadas, encabezados por Sergio Aguilar, una promesa que tarda en romper tras la mejor faena realizada en Las Ventas el pasado año (el 19 de agosto si nuestra memoria no falla), seguida del meritorísimo y desgraciado Fernando Cruz, un diestro que siempre ha dado la cara y que cuenta con unas formas artísticas de primer nivel pero al que han castigado los toros en exceso (la última, gravísima el pasado 15 de agosto, algo que le fue reconocido en la localidad serrana tras el paseíllo), y completada por Alberto Lamelas, un torero capaz, como demostraría ayer ante el tercero.
Una vez más no tuvo Aguilar el santo de cara en el sorteo. Ni su primero, un complicado y flojo Victorino, que sabía lo que se dejaba atrás y se revolvía en cada ocasión, ni el cuarto –el mejor presentado de la corrida-, que cumpliría en varas pero se complicaría después, entrando al paso, a veces pastueño pero otras sin claridad, fueron lo mejor del encierro. Mucho nos gustaron los delantales de saludo, ganando siempre terreno hacia los medios, al primer cárdeno (500 kilos), un bicho delantero de cuerna, que cumplió en la única vara que recibió -aunque salió con alguna facilidad de la suerte-, algo que era apreciado antaño, cuando el paso atrás no se había impuesto ni con capa ni con muleta. Con suavidad lo tomó con la franela, y aun fue capaz de darle una serie con la zurda que alcanzó lo notable, el mejor pitón del toro. Por la derecha el bicho se quedaba un poco y se revolvía buscando los tobillos a cada pase.  Sufrió un revolcón, en un descuido, aunque volvería a la cara del toro y le daría otro natural sobresaliente, aunque la res sabía siempre lo que dejaba atrás. En cuanto a colocación… mejoró a lo largo de la faena, desde unos comienzos más excéntricos, a la rectitud de las embestidas. El toro se fue complicando hasta hacerse de cuidado. Sergio marró con la tizona hasta en tres ocasiones, antes de acertar con una entera arriba, atravesada por echarse fuera; sonó un aviso mientras le endilgaba siete descabellos infructuosos, y antes de que los capotazos de la cuadrilla obligaran a doblar al toro. Tampoco hubo suerte en el cuarto; un toro que recargó en la suerte de varas, empujó con fijeza y que, aunque se dejó pegar en el segundo encuentro, cumplió en conjunto frente al del castoreño. Llegó el bicho enterándose de todo a la muleta. Hubo desconfianzas por parte del madrileño, en parte porque el toro no las concedía, pero también porque nunca le terminó de coger el aire. Comentábamos que con estos toros no valen las faenas estándar, a las que nos ha acostumbrado el encaste mayoritario; hay que tirar de repertorio, saber lidiar –no sólo con el capote, que no lo hubo en este caso tras un desarme-, saber andar y torear a la par, castigar al bicho para amoldar su embestida, doblarse con decisión si es preciso, utilizar los recursos de los medios pases por bajo o del toreo por la cara si fuera preciso. Pero Sergio no lo hizo, se empeñó en coger el toro con la muleta a la altura del cuerpo, en vez de recogerlo y envolverlo con la muleta por delante, y cada entrada era casi una incógnita. Lo que sucedía a continuación era que, al no llevar el toro la inercia necesaria, y no darle el brazo para trasladarlo más atrás, el toro se le quedaba en el remate casi debajo…, con el consiguiente peligro y la consabida rectificación constante de terrenos. Un pinchazo bajo, otro más arriba, otro con vuelta al primero y todo antes de la estocada final, por arriba pero un pelín atrás. Nuevo silencio. Ya habrá más ocasiones.

Fernando Cruz, elegante siempre (Foto: Muriel Feiner)
El que mejor anduvo toda la tarde, pese a un nuevo susto, fue Fernando Cruz. Su primero fue un cárdeno de 520 kilos, delantero de cabeza aunque bizco del zurdo, manso y complicado, frente al que no se arredró el de Chamberí, que lo recibió con unas verónicas rematadas con media, todas aceptables. El toro se dejó pegar en el caballo, cabeceando y saliendo al primer capote visto, y llegó al último tercio reponiendo, incómodo, quedándose con peligro cierto. Cruz se lo sacó a los medios –lo que requería el toro- y con elegancia y verdad lo fue metiendo en el trapo, logrando una notable serie a izquierdas, que repetiría corregida y aumentada en la siguiente tanda. No hubo ya mayores opciones, ni por el derecho, ni al retomar el toreo al natural, aunque el diestro no perdió los papeles en ningún momento. Tras una entera caída lograría su primer trofeo. En el quinto repitió premio y con ello consiguió abrir la puerta grande, pero trofeo más barato que el precedente, sin peso específico. Fue ante el más grande del festejo, un toro negro de 560 kilos, muy pobre y raro de pitones, manso y soso, quizá el más anodino del festejo. En varas empujó bastante más el caballo que el toro –literal-, dejándose pegar el manso albaserrada. Llegó cayéndose a la muleta y abusó Cruz de los descansos en la muleta; la faena no tuvo unidad, ni son, ni continuidad, fue un conjunto de salpicados lances, limpios en su mayor parte, bien colocado el espada, pero sin sal ni mayores emociones. El animal, además, acabó por desentenderse un tanto de aquello, llevando la cara alta y saliendo distraído de los pases. Dijo muy poco el conjunto. Tras un pinchazo tendido llegó el estoconazo final que quizá pesó en el benevolente público.

Fernando Cruz en la estocada al tercero (Foto: Muriel Feiner)
A Lamelas, por el contrario, le tocó lo mejor en el sorteo. Su primero fue un bicho templado, de lenta y en exceso pastueña embestida, que hizo las delicias de su propietario menor. Con 506 kilos en la báscula, y capa cárdena oscura, lucía una deficiente cornamenta, desigual, algo bizco del zurdo –aunque la punta del pitón estuviera a la altura del derecho, la cepa y asta eran más bajas que éste-. Los lances con el capote, perdiendo terreno hacia los medios, vinieron a mostrarnos otra característica más de la tauromaquia post-contemporánea. El bicho sólo utilizó un pitón en el caballo, colocándose en paralelo, le taparon la salida y en cuanto la vislumbró… la aprovechó. Dos verónicas y media, ahora mejores, fueron el único quite potable de la tarde, bueno, el único quite en absoluto. Tras brindar al respetable, Lamelas acertó con el pitón bueno de la res, el derecho, por el que entraba boyante, pastueño, algo soso si me apuran, con nobleza infinita y mínima velocidad. En aguantar el larguísimo trance, manteniendo las plantas fijas en el albero, y en templar la lentísima embestida de la res, radicó el gran mérito del matador. Y así salieron varios derechazos a cámara lenta, pausados, limpios, mandones, largos, de delante a atrás –como solía decirse hace años-, con esa despaciosidad que llega con emoción al tendido que no sabe si el toro va a seguir el trapo o se va a desentender de ello y prender a su oponente. Y es que el animal, pese a todo, demostró al final que no se podía andar con tonterías. Lo había demostrado con el zurdo, volteando al espada; y volvería a buscarlo en las postrimerías. Falló con los aceros Lamelas, y, después de sendos pinchazos –no con mucha fe el segundo-, una entera desprendida –de efecto rápido- le valdría para dar una vuelta al ruedo. 

Lamelas en la despaciosidad de la faena al tercero (Foto: Muriel Feiner)
El último fue un toro cárdeno oscuro de 510 kilos, feo como él solo, delantero de pitones, manso pero boyante, que acabó por complicar el matador por no darle ni la lidia adecuada, ni los espacios requeridos, en nueva muestra de tauromaquia post-moderna. Lanceó a la verónica echando la pierna atrás; el toro pasó sin mayor pena ni gloria por el peto, empujando un poco, pero cabeceando luego mucho, y llegó, como sus hermanos, algo desconcertante al último tercio, que brindó Lamelas al Chano. El bicho requería firmeza y algo de distancia, para que se rematara algo más atrás, y lo demostró en dos series iniciales, en las que Lamelas ligó echando la pata atrás, como si de una “figura” más se tratara… Pero no, optó por acortar terrenos y con ello acortó las embestidas del toro, que se le quedaba debajo tantas veces. Con la zurda insistió en los unipases que salieron sin demasiada limpieza, y retomada la diestra se empeñó en los mismos defectos y con ello en las mismas consecuencias. Un pinchazo tendido, con desarme y un bajonazo delantero, no fueron óbice para que volviera a dar una exagerada vuelta al ruedo. Frente a los rigores serranos nada mejor que la generosidad de sus gentes…

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