jueves, 16 de agosto de 2012

Gloria y tragedia de la tauromaquia

Madrid, 15 de agosto de 2012. Menos de un cuarto de plaza. 6 toros de Gavira, bien presentados en general, mansos en varas pero encastados y con juego desigual en la muleta; mejores primero, segundo y quinto, peligroso el cuarto, complicados tercero y sexto. Leandro, silencio (aviso), silencio en el que mató por Fernando Cruz, y oreja. Fernando Cruz resultó cogido muy grave en su primero. Miguel Ángel Delgado, ovación (aviso), vuelta y ovación.

La gravedad de la cogida de Cruz dejó un poso de amargo gusto en el paladar de todos los presentes. Cualquiera pudo darse cuenta de la tremenda cornada que llevaba el buen diestro madrileño, que no tiene suerte alguna en sus tardes madrileñas. Cuando no es por una cosa, es por otra. Sus comparecencias en Las Ventas se suman por sobreros, por reses imposibles o por percances, alguna vez teñidas de triunfos efímeros y que poco le han reportado en lo que debía ser una carrera mucho más brillante si nos atenemos a sus méritos artísticos y técnicos. Una verdadera lástima. La de ayer puede que sea la cogida más grave y fea que haya tenido que soportar en su lucha hacia el triunfo y esperamos, deseamos de todo corazón, que se reponga para volver a ella con renovados ímpetus. Será difícil y complicado, el tiempo no pasa en balde, la gente se olvidará, su cogida sólo engrandecida por lo espectacular de alguna macabra fotografía, acabará por desaparecer y en este ingrato mundo del toro sus indudables méritos seguirán bajo la pesada bruma de la indiferencia.
Todo ello nos dejó ese regusto agridulce al término del festejo. Una ocasión perdida, una tragedia más, una buena persona en el trance vital al que se expone cualquier profesional y que asume con la gallardía de quien se enfrenta a la muerte abandonándose a sí mismo; que busca la gloria a base de perderse en aras de ese arte efímero. Pero el festejo, al margen de la desventura, fue otra cosa, muy otra cosa. Fue una auténtica corrida de toros, de esas que escasean, de las que te rehabilitan y reconfortan, de las que te recompensan y te reconcilian con el arte.
El primero Vinagrero, con el que confirmó Delgado (Foto: las-ventas.com)

Para comenzar, hubo toros. Toros de lidia. Toros con su trapío, sus hechuras, bajos, de amplio pecho y buena caja, musculados, rematados, tres de ellos cinqueños y dos en breve trance de serlo, y con casta. Unos embistieron con buenas cualidades y otros no. Unos contribuyeron a generar emociones por la vía estética, al tener embestidas francas, generosas, entregadas pero siempre encastadas, y otros a originarlas por la vía de la emoción contenida ante el riesgo evidente, asimismo franco, claro, perfectamente perceptible por cualquiera que ayer sentó sus reales en el graderío madrileño. ¡Hasta los chinos o los bielorrusos hubieron de emocionarse! La corrida no podía dejar a nadie indiferente, bien por sus buenas hechuras, bien por sus acometidas enrazadas, bien por sus aviesas condiciones, el festejo, pese a la desgracia, se nos hizo corto, pese a sus casi dos horas y veinte de duración. La mirada, siempre atenta, no permitía interrupciones, las notas eran siempre inoportunas porque en ese momento podía suceder alguna cosa. Fue corrida, sin embargo, de los dos últimos tercios. En el primero no lució, muchos de los toros anduvieron algo sueltos, alguno metiendo la cabeza en el capote, pero sin la entrega necesaria, en el peto hubo más bien mansedumbre que otra cosa y apenas cumplió algo el que abrió plaza en la primera entrega. En banderillas, lo que parecía mansedumbre extrema en alguno se transformó, y hubo emoción porque muchos recortaron, ganaron terreno, alguno se coló con peligro, y ya en la muleta explotaron para bueno o malo, pero dejando siempre esa sensación de que el toreo no es sólo acompañar las tristes embestidas de una res mortecina y atontada, sino poder, someter, dominar a una res encastada, y que de ello nazca esa chispa estética, de genio, o esa emoción del riesgo que inunde al espectador. Nadie permanecía ajeno a lo que sucedía en el ruedo, nadie podía substraer la mirada, nadie comió pipas ayer en Las Ventas. Fue una señora corrida de toros. Antes de comenzar el espectáculo, hablando con un buen amigo y aficionado, manifestábamos pocas esperanzas en el encierro; podían tener buenas hechuras, pero la experiencia  reciente nos mostraba que el ganado de Gavira se paraba pronto y se caía demasiado en los últimos años. Pues bien, ni se paró, ni se cayó (sino en alguna aislada ocasión algún toro), desmintiendo nuestra opinión; ¡hay que ir a todas!, me decía y nos decíamos algunos aficionados… porque nunca sabes cuándo saltará la liebre. Ayer hubo momentos que nos congraciaron con la esencia misma de la tauromaquia, aquella que a decir de mi buen amigo Pepe Campos, sirve de frontispicio, de declaración de intenciones, de resumen de la tauromaquia, aquella que plasmara F. Bleu (Félix Borrell, el farmacéutico madrileño, plasmara en su monumental “Antes y después del Guerra”) diciendo que el fin último de la lidia es matar al toro y que todo lo que se haga durante la misma tiene que adaptarse y hacerse conforme a dicho fin. ¡Qué gran verdad!
Cuantas cosas se hicieron bien -¡qué magnífica brega, por ejemplo, de Rafael González!- y cuántas otras mal, complicando o empeorando toros que de haber tenido buen trato hubiesen mostrado quizá otras cualidades. ¡Qué imprescindible resulta una lidia adecuada ante el toro encastado, y cuántas veces frente al aborregamiento habitual da lo mismo lo que hagan las cuadrillas! Ayer fue tarde en la que mimar al toro, conducir con suavidad sus embestidas con el capote, picar bien y en lo alto del morrillo eran indispensables. Cuando se hizo bien o medio bien, la faena se condujo entre lo previsible, cuando mal, surgieron siempre problemas añadidos. Varios de los toros murieron con la boca cerrada, como el peligroso cuarto, por ejemplo, o el sexto, con una muerte aguantada hasta el final en pleno detalle de casta… Ayer, repetimos, hubo toros en Madrid, algo que escasea en los últimos años.
Miguel Ángel Delgado en un natural al primero (Foto: las-ventas.com)

El vallisoletano Leandro no abrió plaza, pese a su antigüedad, porque hubo de ceder el primer toro al diestro Miguel Ángel Delgado que confirmaba su alternativa en la plaza de Madrid. Y el joven toricantano, con apenas dos corridas toreadas en 2011 vino a demostrar capacidades y cualidades más que de sobra para desplazar a muchos de los de arriba, de los de la rutina y el negocio empresarial. Delgado se mostró valeroso, firme, mandón por momentos en su primer toro, Vinagrero, de 564 kilos, negro bragado y meano; un toro que empezó parándose en el capote, pero que derrochó buenas embestidas en la muleta. El toro hizo cosas de manso tras una primera vara de bravucón, se dolió en banderillas, se refugió hacia chiqueros, hizo algún ademán de rajarse (cosa que conseguirían al fin los peones al término de la faena), pero fue con ganas y claridad durante la mayor parte de ella. Delgado, molestado por el viento y no siempre bien colocado –defecto en su trasteo-, fue centrándose a medida que se desarrollaba la faena, mejorando, especialmente por la derecha, mandando cada vez más y más limpio, llevándolo mejor hacia atrás –algo que le faltó en los primeros trances del trasteo- y ligó con más claridad. Pero terminó ahogando algo al bicho, abrumándole un tanto, e insistiendo en demasía, de forma que la faena se vino a menos en el ánimo del respetable. Media muy trasera y un aviso dejaron la recompensa en ovación. Debió ser mucho más…; el toro tenía más. En el cuarto –se alteró el orden de lidia tras el percance de Cruz- estuvo hecho todo un tío, como suele decirse en términos coloquiales. Cantarero era un toro peligrosísimo, de capa negra bragada y meana, que, muy mal lidiado, se complicó de manera que lo hizo prácticamente ilidiable. ¡Qué forma de tirar cornadas, derrotes y tornillazos, que forma de colarse y ceñirse en las embestidas al percal o a la franela! Ya en banderillas mostró como se vencía por uno y otro pitón. Delgado, que empezó con corrección, doblándose como merecía el toro, y dando un doblón singularmente bueno, casi se vio desbordado por el bicho cuando éste le hizo hilo. Pero sereno, valeroso, infundiendo una tranquilidad inesperada a toda la plaza –que venía de sufrir el shock de la cogida de Fernando Cruz en el precedente-, fue porfiando entre situaciones de riesgo insostenibles, y fue sacando algunos muletazos prácticamente imposibles, aislados es cierto, pero donde domeñaba y obligaba a su oponente. Para mí estuvo muy por encima del toro, hizo mucho más de lo que se podía. La plaza entró en efervescencia, los aficionados se daban codazo tras codazo, hubo alguno que llegó cubierto de moratones a casa; era una visión que nos retrotraía a otros tiempos. Surgieron los nombres de Dámaso Gómez, de Raúl Sánchez, de Andrés Vázquez, de Ruiz Miguel, de Miguel Márquez y de tantos otros que han conseguido abrir la Puerta Grande de Las Ventas en corridas con tales antagonistas. ¡Ay si la espada no se le va! Pero había que pasar esa aguja derecha imposible, por la que el bicho se tapaba una barbaridad, por la que quería coger. Toda la faena se hizo sobre la mano zurda, la de recibir; Delgado no pudo culminar su obra, le echó la muleta la cara y el estoque se fue a las costillas… Y con ello y todo, la vuelta, clamorosa, es de lo más justo que recuerdo. Allá fueron ilusiones de triunfos sonados y soñados, pero dejó el poso de la autenticidad, del valor, del mérito indiscutible y todos –quizá menos un par de los irreductibles- aplaudimos con ganas las cualidades mostradas. No nos gustó lo mismo en el sexto, Palillero, de 566 kilos, otro toro negro bragado y meano, que acudía ligero al engaño, desde lejos, con brío y ganas para pararse y tardear en las cercanías al tercer muletazo. Toro casi imposible, pero de calidad en la distancia. Imposible, porque hoy no se estila –y no sé si los públicos lo apreciarían- esa tauromaquia de Rincón, o de Manolo Vázquez, en la que se citaba, esperaba, toreaba y remataba al toro de lejos, quizá sin la ligazón de tantas anodinas faenas de hoy en día. El toro, agobiado en la distancia corta, se paraba y ello generó un trasteo incómodo, sucio en buena medida, y excesivamente largo y pesado para las bondades ofrecidas. Con tres cuartos de espadazo caído vimos el digno remate del festejo, con una muerte de toro encastado.
A Leandro le correspondió un segundo de nombre Aguador, con 505 kilos, quizá –sin duda- el de menos remate del festejo. Un toro manso, pero de extraordinaria calidad en la muleta, mejor también en la distancia larga, y frente al que el vallisoletano anduvo por debajo, intentando acortar distancias, siempre descolocado o buscando las afuera, perdiendo pasos tantas veces porque el bicho apretaba y él no podía aguantar. Hubo demasiado toro…, probó a esconderle la muleta, a citarlo de uno en uno, probó y probó sin saber a ciencia cierta cómo meterle mano… Sólo podemos destacarle en el tanteo inicial, por alto, largo y limpio. Con la espada un desastre: desde fuera le enjaretó dos pinchazos a la huída y media perpendicular y atravesada de idéntica manera, escuchando un recado. Mató también al de Fernando Cruz, al que tras quitarle unas moscas del rostro, le sacudió un metisaca muy bajo, con cuarteo, un pinchazo bajo de la misma manera y media atravesada, rematándolo al segundo golpe de descabello. 
Leandro en un muletazo exquisito al término de la faena al quinto (Foto: las-ventas.com)

Donde volvió por sus fueros fue en el quinto, Furtivo, de 568 kilos, negro y manso pero boyante y embestidor, que salió abanto y mejoró en el último tercio. Hubo un aceptable quite por gaoneras de Delgado, que creo mostró la realidad de un toro que hasta ese momento parecía un barrabás más, y tras una lidia impecable sólo en el segundo tercio,  Leandro lo tanteó con mucha elegancia y clase, sin apretar, en paralelo, pero abusando un tanto del toreo codillero –que, por el contrario, ofrece cierta personalidad- en las primeras tandas, de ahí que despidiera al toro hacia las afueras. El toro embestía franco, claro y sencillo, boyante, pero encastado. Sólo cuando se centró con la mano zurda, la faena volvió a retomar su intensidad, pero tras de indecisiones, de un circular invertido, intentar ahogarlo y exagerar las posturas. Por fin, con la planta más erguida, mucho más natural, sin tanta afectación ni apertura de compás, llegaron los buenos naturales, en redondo, tirando mucho más y mejor del toro, sometiéndolo a su voluntad, con clase, pinceladas de exquisito trazo más que brochazos al viento. Fueron dos tandas buenas de verdad. Y lo remató con una serie de trincherazos y pases de la firma o desprecio, soberbios, deliciosos, pintureros, ¡qué digo tales!, dignos del pincel de Ruano o de Roberto Domingo, de cartel mural de toros, de ejemplo artístico que prenda la vista y origine el ansia por contemplarlos. Magníficos. Tres cuartos de estocada, algo caída, pero con una muerte instantánea, le conseguirían esa oreja que nadie protestó... pese a la estocada.
El quinto, Furtivo, con el que triunfó Leandro (Foto: las-ventas.com)

El terrible parte médico de Fernando Cruz, nos cuenta que el diestro "sufre dos heridas por asta de toros: Una en el hipogastrio, con una trayectoria ascendente penetrante en cavidad abdominal, de 20 centímetros, que contusiona colon y mesenterio, observándose hematoma retroperitoneal. Y otra en cara anterior interna, tercio superior del muslo derecho, con una trayectoria ascendente de 10 centímetros, que alcanza al fémur y se extiende hasta el arco crural y retroperitoneo. Ha sido intervenido en la plaza de toros de Las Ventas, trasladándose posteriormente a la Clínica Virgen del Mar”. Tuvo Fernando la mala fortuna de descubrirse ante Diamante (585 kilos, negro bragado y meano) un toro manso en varas y complicado, que iba calamocheando y tirando constantes derrotes, venciéndose y buscando. El madrileño expuso mucho y llegó a sacarle dos buenos derechazos en la serie previa. Pero la parca no perdona, y cuando estaba situado al hilo del pitón el bicho lo prendió por la parte baja del abdomen infiriéndole la cornada más grave de la temporada. Dios quiera que se reponga pronto y bien y que olvide estas tristes penurias que, sin embargo, le engrandecen como hombre y engrandecen al arte que soportan las maltratadas carnes de los héroes.
La corrida dio una media de 559,5 kilos; hubo cuatro que estuvieron entre los 564 y 569, y sólo el segundo desmereció algo en trapío de sus hermanos. No se puede presentar una corrida más pareja en conjunto y en hechuras con la excepción de ese segundo. Dos de los tres cinqueños embistieron sobradamente, y otro más que hubiera cumplido años dentro de tres meses… Tercero y cuarto tendrían que haber tomado una vara más de las reglamentarias... ¡Cuántas tonterías más nos dirán los del mundillo!

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